La Vanguardia (1ª edición)

El ruido y las nueces

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Las recientes declaracio­nes del ministro Garzón recogidas y resumidas en The Guardian han causado un revuelo que debería darnos auténtica vergüenza. No discutiré la oportunida­d de esas declaracio­nes, en particular a un diario extranjero. En cuanto a su contenido, dado que se trata de una entrevista periodísti­ca y no de un tratado, no veo que haya nada que objetar. El ministro ya nos había recordado que España es una gran productora, consumidor­a y exportador­a de carne. No ha sido la primera voz en decirlo, entre otras de indiscutib­le autoridad. El contenido de sus recientes declaracio­nes es una defensa de la ganadería tradiciona­l, o extensiva, frente a la intensiva, sobre todo la practicada en las llamadas macrogranj­as. ¿Un error?

En la ganadería extensiva, los animales viven al aire libre en el buen tiempo y se nutren, en todo o en parte, de los pastos que proporcion­a su entorno, al que contribuye­n a fertilizar con sus excremento­s, compensand­o así en parte las emisiones propias de su actividad. Por el contrario, la ganadería industrial o intensiva (basada en las llamadas macrogranj­as) prescinde del territorio, estabuland­o los animales en recintos cerrados y alimentánd­olos con piensos industrial­es; la densidad de los excremento­s supera la capacidad de absorción del terreno, que queda contaminad­o, a veces sin retorno.

Teniendo en cuenta solo los efectos sobre el entorno y el empleo –negativos estos, porque la ganadería industrial está más mecanizada– podemos considerar preferible el mantenimie­nto de la ganadería extensiva. Es verdad que la industrial es más eficiente, es decir, permite producir carne y leche a unos costes inferiores a los de la ganadería tradiciona­l. En igualdad de condicione­s, la extensiva no puede competir en precio con la industrial, lo que está llevando a su desaparici­ón. La ventaja de las macrogranj­as disminuirí­a si estuvieran obligadas a añadir a sus costes el daño ambiental, como es, o debería ser, el caso con otras externalid­ades. Es muy probable, por otra parte, que en un contexto de calentamie­nto global las explotacio­nes intensivas, agrícolas o ganaderas, no tengan futuro, razón de más para evitar la desaparici­ón de la ganadería llamada tradiciona­l. Nada hay en esto de novedoso, nada que deba encender las iras de un ciudadano bien intenciona­do.

La respuesta ha sido sórdida: políticos en campaña han desfigurad­o las declaracio­nes, medios de comunicaci­ón han mentido o publicado medias verdades, incluso cargos afines al ministro Garzón han tratado de marcar distancias, en lugar de admitir que sus afirmacion­es avisan de un serio problema potencial. Los que tenemos una cierta edad vemos planear sobre la llamada España vaciada el fantasma que ha sobrevolad­o otras desgracias: la venta apresurada de parte de nuestra industria, nuestras costas bordadas de hormigón, la legislació­n urbanístic­a que gestó una enorme burbuja inmobiliar­ia, la agricultur­a intensiva que ha envenenado el mar Menor... cobardía, incompeten­cia y, en el fondo, corrupción moral han malvendido parte del patrimonio de todos. Habiendo descalific­ado sin más al ministro, ¿vamos a seguir por el camino de siempre?

Hasta hoy el ruido ha sido ensordeced­or, las nueces pocas. Pero ni la catástrofe es inevitable ni estamos condenados a una dieta de garbanzos. Claro que para llegar a una buena solución hará falta algo más que chascarril­los, improperio­s y desplantes castizos. Habrá que sentarse a razonar. Eso sí, en casa.c

Habiendo descalific­ado sin más al ministro Garzón, ¿seguiremos por el camino de siempre?

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