Aquella mirada franca
Antoni Dalmau ha sido una persona que se ha hecho querer. En el transcurso de su trayecto fecundo, ha dejado excelentes realizaciones y grandes afectos. De mirada franca, escuchaba interesado y atento, las ideas e iniciativas que le pudieras explicar, a las que respondía generalmente con un entusiasmo contagioso, que empujaba a volar.
Siempre optimista y positivo, jovial, a menudo sonriendo, lejos de los enrevesamientos propios del sillón al que el azar lo había elevado en 1982, cuando accedió a la presidencia de la Diputación de Barcelona. Una responsabilidad que ejercería hasta 1988 con una limpieza escrupulosa, intransigente con las opacidades y las corruptelas, rebelde ante los acatamientos injustificados, refractario a las jerarquías fácticas barcelonesas.
Con la energía y el fervor del que llega, inició la transformación de la Diputación en una administración plenamente encarad a la cooperación con los ayuntamientos. Y también en una administración facilitadora de la incipiente Generalitat, alargando funciones de suplencia en tantos aspectos y propiciando los traspasos en condiciones óptimas de los servicios nacionales que habían recalado tantos años en la Diputación. Eso, por descontado, en paralelo a la defensa celosa de los intereses y de la autonomía de los ayuntamientos respecto del Govern. Fue siempre un hombre de diálogo y de pacto. Se sumó, feliz, a la propuesta del pacto cultural de 1985 y la Diputación de Barcelona fue la primera administración a adoptar compromisos al respecto. Hasta que un rayo, caído de un cielo demasiado bajo de techo, lo fulminó todo.
Antoni Dalmau era de maneras contenidas y educadas, congruentes con su matriz familiar democristiana y con su antigua condición de profesor y de corrector de catalán. Su latido, sin embargo, era cálido y efusivo, cuando no apasionado y vehemente, enamorado, deseoso de saborear todos los repliegues que la vida le fuera ofreciendo.
Así fue como aquel chico scout de los años sesenta y aquel abogado de los setenta se implicó en la insurgencia local igualadina, a caballo entre la causa de la lengua. Lo haría al lado de Eduard Eroles, entonces joven capuchino indómito y posteriormente cálido heladero y tertuliano de Ciutadella, amigos del alma hasta el último día. Ambos no tardarían en incorporarse a aquel proceso autogestionario, de espíritu libertario y catalanista, que fue Convergència Socialista de Catalunya
(1974) y que acabaría dando lugar a la unidad socialista (1977-78) –uno de los cimientos de la unidad civil del pueblo de Catalunya–, al retorno de la Generalitat exiliada (1977) y al municipalismo catalán contemporáneo, que tendría, en Antoni Dalmau, uno de sus máximos exponentes.
Vendría después la vicepresidencia del Parlament, entre 1988 y 1995. Y enseguida su tráfico valeroso en el campo civil y cultural, con la presidencia de la Fundació Teatre Lliure-Teatre Públic, de 1988 al 2013, que daría forma institucional a aquella realidad de base cooperativa, mientras abordaba la gran empresa de construcción del nuevo teatro de Montjuïc y preservaba el modelo de “teatro público y no oficial” que estaba en al origen del proyecto.
Entretanto, Dalmau había iniciado su incursión en el campo de la literatura y de la historia. Acabaría poniendo el alma y su inmensa capacidad de trabajo, con una clara voluntad de nueva profesionalización.
Escribió novelas y ensayos, tradujo libros, se zambulló en los archivos, detrás de los pasos de los cátaros... El grupo de amigos “dels Caps d’Any”, un grupo divertido, políticamente transversal, atado azarosamente entre los descolgados de una noche de Fin de Año de hace mucho tiempo, seguimos durante dos días la ruta de los “buenos hombres” hasta el castillo de Montsegur, guiados por la mano sabia de Toni, después de haber leído sus libros, en una experiencia poderosa que determinó el nombre definitivo del grupo: “los cátaros”.
Pero no solo eso: en los archivos, Antoni Dalmau arañó también las pistas del movimiento libertario en nuestro país, una realidad tan colosal como, en proporción, poco estudiada. La heterodoxia ácrata y su proverbial desorganización lo habían arrinconado a una posición secundaria dentro de nuestra historiografía, exceptuando algunas meritorias aportaciones. Sus investigaciones en la materia fueron de una precisión impecable, con una escritura espléndida, que nos iluminó vastas zonas de penumbra y perfiles prácticamente inéditos e interesantísimos, como el de Fernando Tarrida del Mármol. No había acabado el trabajo: tenía piezas diversas en el telar y otros que justo estaba ideando.
Añoraremos a Antoni Dalmau por todo aquello que ha hecho y por todo aquello que no ha tenido tiempo de hacer, detrás de las huellas de los cátaros, detrás de las huellas de los libertarios, detrás de las causas nobles que movieron aquel jovencísimo scout y abogado igualadino.
Viejos y bellos imaginarios que traslucen la pasión de bondad y de justicia que nace entre los humanos, al lado de tantas malas hierbas, y que, seguro, contienen algunas de las claves irresueltas de nuestro presente y de nuestro futuro, de la condición humana de siempre.