Arquitecto catalán del mundo
Apocos arquitectos les pega tanto el término visionario como Ricardo Bofill, muerto el pasado 14 de enero a los 82 años. Enamorado de las utopías y los retos, Bofill deja un legado que no se encontrará en los libros, sino en las calles de las ciudades de los 40 países donde levantó su millar de proyectos. La carrera de Bofill está marcada por la excelencia de principio a fin. La irrupción de su Taller de Arquitectura a principios de los sesenta marcó su obra antes de hacer honor a su nombre, al fundar un espacio experimental donde cristalizar el trabajo conjunto de arquitectos, poetas, filósofos, sociólogos y matemáticos en edificios construidos.
Sus primeras obras sacudieron el panorama cultural catalán, no solo por su potencia formal, sino por los planteamientos de los encargos. Destacan especialmente las viviendas cooperativas con una fuerte vertiente social que querían construir una manera de vivir feliz y hedonista, una manera de hacer comunidad, con espacios inspirados en las plazas de las ciudades mediterráneas, los lugares de encuentro por excelencia.
El ejemplo más representativo es el vistoso y popular Walden 7, en Sant Just Desvern, toda una declaración de intenciones y un embrión de la vivienda cooperativa actual, con espacios comunes para promover la relación entre familias. Bofill exportó su modelo de vivienda social al extranjero con éxito, sobre todo en Francia y Argelia. Sus intervenciones incidieron en el planeamiento de las ciudades dignificando los barrios y las personas que vivían allí, como demuestran los barrios Echelles du Baroque, en el distrito XIV de París, o el de Antigone en Montpellier. Con su intervención les dio identidad y empoderó la vivienda social, haciendo que su ciudadanía se sintiera orgullosa de vivir allí. Esta conexión de sus obras con el territorio le llevó a redefinir el planeamiento urbanístico de importantes emplazamientos como Estocolmo, Casablanca o Luxemburgo.
Defensor de las ciudades compactas, es autor de grandes edificios como la sede corporativa de
Exportó su modelo de vivienda social al extranjero con éxito, sobre todo en Francia y Argelia
Shiseido Ginza, a Tokio, y de Cartier, a París, o de la Universidad Mohammed VI en Ben Guerir y Rabat. También es el creador de un par de rascacielos con función de oficinas en la meca mundial de los edificios de altura, en Chicago.
Entre estos dos mundos, Bofill también deja otras decenas de proyectos icónicos. Ya en los años 90, y para los Juegos Olímpicos, Bofill abrió las puertas de Barcelona en el mundo con uno de los símbolos de la ciudad: el aeropuerto. Obra que años más tarde amplió con la actual Terminal 1, un salón majestuoso, luminoso y elegante que se extiende en todas las direcciones del espacio. Todavía
en Barcelona, su taller también dejó huella con el Teatre Nacional de Catalunya, la sede del Inefc o el Hotel Vela. Su firma se extiende por todo el país, con utopías construidas como el Castillo de Kafka en Sant Pere de Ribes, los Laboratorios de Lliçà de Vall o el potente Barrio Gaudí de Reus, así como con otras obras tan poéticas como la casa de Mont-Ras.
Más allá de Catalunya, el conocido edificio de viviendas de la Muralla Roja de Calp, en el País Valenciano, también es obra suya, así como los Jardines del Túria, en València capital, donde se erigió en pionero de la renovación urbana. Suyos son también el Palacio de Congresos o el parque Manzanares, en Madrid.
Ricardo Bofill celebró la vida en todos sus proyectos: una vida y una carrera larga, intensa y reconocida y ya tiene un sitio definido en la historia. Descanse en paz.