La Vanguardia (1ª edición)

La falta de Jordi Alba

- Xavier Aldekoa

Fue arrancar la moto y que empezara a diluviar a la congolesa; sin piedad. Me habían dicho que se tardaba una eternidad por aquella ruta, pero Justin, que conducía, me juró convencido que en dos horas llegaríamo­s a la ciudad. Je suis très rapide!, repetía. A la tercera curva ya íbamos tan llenos de barro, que ni siquiera levantábam­os las botas al atravesar charcos que escupían agua hasta el sillín. Total, en dos horas estaremos bajo una ducha caliente, pensaba.

Al poco, la cadena de la motociclet­a estalló en diez pedazos y se desparramó por el fango. Justin miró el destrozo y calculó imperturba­ble que en seis minutos estaría solucionad­o y volaríamos libres hacia nuestro destino. Empujamos la moto hasta una aldea cercana y Justin se fue a buscar a un mecánico y yo a una vecina que me vendiera café caliente para retar al frío. Media hora después fui a ver si podíamos partir y me encontré al mecánico del pueblo sentado en un tronco, a dos metros de la moto, observando como Justin le daba golpecitos a la cadena con una piedra. No hicieron falta los interrogan­tes, el mecánico se adelantó con sorna.

— Dice que él lo arregla, que no tiene dinero para pagarme.

Justin ni siquiera levantó la cabeza. Tac tac tac, reparé tout de suite, tac tac tac, pas de problème, tac tac tac, cinq minutes, tac tac tac Je suis rapide!

Al anochecer, Justin empezó a hacer ojitos a una cabaña cercana y decidí interrumpi­r. ¿Por qué no dejas que lo arregle el mecánico? Págale lo que te pida y vámonos. Cuando Justin alargó a regañadien­tes un billete de 500 francos a aquel mecánico, que se levantó triunfador, dio cuatro golpes a la cadena y la colocó sin esfuerzo, casi lo mato: 500 francos son 22 céntimos de euro al cambio. En cualquier rincón del planeta, no hay nada más peligroso que un optimista kamikaze. Si la esperanza

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