La Vanguardia (1ª edición)

Nosotros y el alma rusa

- Antoni Puigverd

Milan Kundera ha conocido el peso de la bota rusa. En 1968, los tanques de la URSS aplastaron la primavera de Praga e impusieron un invierno de ortodoxia irrespirab­le. Exiliado en Francia, ha renovado la novela europea regresando al XVIII inglés, de la mano de Sterne y de su gran charlatán Tristram Shandy, y al barroco de la mano de Don Quijote, cuyo viaje, tan parecido al de todos nosotros, quiere ser heroico, pero está lleno de batacazos.

Kundera escribió una obra de teatro sobre el criado Jacques, un personaje de Diderot que resume la inclinació­n del pensamient­o ilustrado a la duda, la broma, la relativida­d, la ironía. Encarna la tendencia occidental a dar la vuelta al calcetín de las cosas. Una tendencia que sirve de contrapeso a la sensibilid­ad emotiva, que es también muy occidental (como demuestra, mucho antes del romanticis­mo, la poesía de los trovadores, por no retroceder al siglo V, con Agustín de Hipona y su famosa frase: “Ama y haz lo que quieras”).

Kundera sostiene que la sensibilid­ad, siendo esencial para la vida, “se vuelve temible en cuanto es aceptada como un valor, un criterio de verdad, la justificac­ión de un comportami­ento”. Los sentimient­os más nobles “están listos para justificar los peores horrores”, pues, “con el pecho hinchado de sentimient­os líricos, el hombre comete bajezas en el sagrado nombre del amor”. Una lección dedicada al comunismo, que los nacionalis­mos (con o sin Estado) harían bien en repasar.

En el prólogo de Jacques y su amo, Kundera dice que la historia de Rusia “se distingue de la de Occidente precisamen­te por la ausencia del Renacimien­to y del espíritu que surgió de él”. Y concluye: “En vez del equilibrio occidental entre racionalid­ad y sensibilid­ad, existe el célebre misterio del alma rusa: tanto en su profundida­d como de su brutalidad”.

Nikolái Berdiaev, revolucion­ario y místico, encarcelad­o por el zar y los soviéticos, torturado, excesivo, vertiginos­o, torrencial (y, por cierto, muy apreciado por el joven Espriu), hablando de Dostoyevsk­i, afirma que los rusos, son “o bien apocalípti­cos o nihilistas”. Es decir: cuando están metidos en faena, no suelen detenerse a medio camino: “Su espíritu se orienta hacia el final y hacia el límite máximo”. Según Berdiaev, Dostoyevsk­i fue el primero en descubrir que el alma rusa se inclina “a lo diabólico y lo poseído”. “En sus obras nos presenta la erupción plutoniana de las fuerzas espiritual­es subterráne­as del hombre”.

Leo estas frases de Kundera y Berdiaev, que parecen musicadas por Prokófiev o Stravinsky, mientras los periódicos se preguntan si habrá guerra en Ucrania, y me doy cuenta de algo curioso. Si bien el alma rusa parece muy seducida por las experienci­as radicales, no puede decirse que el alma occidental esté tan bien equilibrad­a entre razón y sensibilid­ad, entre ironía y pasiones identitari­as. Reemergen en todo Occidente olas de emoción asfixiante.

Sea con el pretexto de las vacunas, de Trump, de la ideología de género, de identidade­s patriótica­s e incluso de animales o alimentaci­ón, sea con otro pretexto cualquiera, la racionalid­ad y la ironía desaparece­n en Occidente, desbordada­s por fanatismos de todo tipo y por el esencialis­mo identitari­o. ¿Humor? Ya solo sirve para ridiculiza­r al adversario. Quienes se exclaman por el radicalism­o de Putin, olvidan que los occidental­es hemos perdido equilibrio y contención. También a nosotros nos arrastran unas perturbado­ras fuerzas subterráne­as, que juegan apasionada­mente con fuego.c

Los sentimient­os más nobles “están listos para justificar los peores horrores”

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