Maltratar a los animales no es más que una perversión de la idea misma de humanidad
La gran cronista del sufrimiento de las pobres gentes –la premio Nobel Svetlana Alexiévich– decía que no existe una historia del dolor infligido a los animales, y que habría que escribirla. Lo sugería a propósito del desastre de Chernóbil, cuando se podía y debía sentir lástima por el hombre, pero a ella le daban más pena los animales, porque el hombre, a fin de cuentas, solo se salva a sí mismo traicionando al resto de los seres vivos. En aquella ocasión, después de que la gente abandonara el lugar, llegaban unidades de soldados que mataban a los animales a tiros. Y los perros acudían al reclamo de las voces humanas y también los gatos, y los caballos no podían entender nada, “cuando ni ellos ni las fieras ni las aves eran culpables de nada, y morían en silencio, que es algo aún más pavoroso”. Según Alexiévich, en el antiguo Egipto el animal tenía derecho a quejarse del hombre y antes de partir al reino de los muertos los egipcios leían una oración que decía: “No he ofendido a animal alguno. Y no lo he privado ni de grano ni de hierba”. Desde entonces no hemos hecho más que empeorar.
Es verdad que alguien debería escribir la historia de esos siglos de abusos y crueldad, de la continua violación de ese deber moral del ser humano hacia sí mismo del que hablaba Kant. Porque maltratar a los animales no es más que una perversión de la idea misma de humanidad y el trato que les damos es el baremo más despiadado y sobre el agua a sus crías: “Y mudamente, cuando alguno / por ganas de jugar le tiraba una piedra, / lágrimas en la nieve como estrellas de oro / cayeron de los ojos de la perra”.
Porque la literatura sí ha escrito ese relato sobre el afecto y el dolor, desde el conmovedor epitafio de lord Byron a su perro (“la fuerza sin la insolencia, el valor sin la ferocidad, y todas las virtudes del hombre sin sus vicios”) hasta la descripción