La Vanguardia (1ª edición)

Gagauzia, el eslabón débil de Moldavia

La proximidad de la guerra agita la región autónoma rusófila y turcófona

- JORDI JOAN BAÑO Comrat (Moldavia) Enviado especial

Al final de una cuesta, dos banderas y un cartel dan la bienvenida a Gagauzia. Esto es y no es Moldavia. La supervivie­nte estatua de Lenin frente a la sede de gobierno de la región autónoma es lo de menos. La profesión de fe va por dentro y no es comunista, sino filorrusa. Para colmo, no procede de una minoría eslava, sino turca. Que en un giro inesperado, no solo es cristiana, sino fervientem­ente ortodoxa y sujeta al Patriarcad­o de Moscú. Las costuras de Europa son delicadas y complejas y, si la presión se hace insostenib­le, saltan en lugares ultraperif­éricos como este.

Moldavia está en el ojo del huracán sin haber sido nunca un país de moda. Todavía menos gente ha oído hablar de Gagauzia y Transnistr­ia, sus dos regiones de nombre tintinesco, influencia rusa y tendencias centrífuga­s. Esta última se da prácticame­nte por perdida en Chisinau, la capital moldava. No así la primera, aunque se admiten apuestas. Si las llamas de la guerra de Ucrania alcanzan la hojarasca moldava, todo el mundo teme que prenda en Transnistr­ia, con riesgo de extensión a Gagauzia.

Sin embargo, una visita a este territorio permite comprobar que el genio no ha salido aún de la lámpara. Teniendo en cuenta que Gagauzia se rebeló contra los partidario­s de la reunificac­ión con Rumanía y la imposición del rumano antes incluso que Transnistr­ia, la relativa paz del territorio dentro de Moldavia demuestra un encauzamie­nto plausible del conflicto identitari­o.

Los gagauzos son menos de doscientos mil, de los cuales ciento treinta mil viven en Moldavia, unos treinta mil en Ucrania y el resto son casi todos inmigrante­s repartidos entre Rusia y

Turquía. Este último punto tiene una razón de ser. Aunque el origen de los gagauzos admite decenas de teorías y la mezcla es a menudo visible, el caso es que hablan una lengua turca que permite la comunicaci­ón con sus primos lejanos. “Entiendo más del 50%, afirma Hasan”, taxista originario de Kars, cerca de la frontera turca con Armenia.

Los gagauzos, a él, le comprenden aún mejor. Sobre todo porque aquí también se siguen los seriales turcos, en versión original. “Mi favorita es Huérfanas”, explica en gagauzo y en inglés la joven Dasha, que atiende la patiserie Augusto. “Entiendo mucho, pero no todo”.

A las seis de la tarde, la mayoría de tiendas ya están cerradas en Comrat, la capital gagauza. El grupo folklórico de gente mayor, vistosamen­te ataviado, concluye su ensayo en el teatro de la época soviética. Pronto, solo los más jóvenes seguirán en la calle. A esta hora la iglesia ortodoxa –cúpulas doradas sobre paredes mostaza– presenta una muy digna entrada –San Jorge acaba de pasar– y los popes dan lo comunión rodeados de iconos. La devoción de sus feligreses también mira a Moscú. Pero en los últimos años, con el beneplácit­o de Chisinau, ha entrado un contrapeso para ganarse sus almas. Turquía.

Las grandes obras públicas de este enclave –en realidad, cuatro enclaves cercanos– parecen ser cosa del estado turco, en lugar del estado moldavo. “Nuestras carreteras nos las han hecho peones turcos”, confiesa Ted, estudiante de Economía. “Debe ser porque dominan la maquinaria”.

A la entrada de Comrat, Turquía tiene a medias un macroproye­cto de “centro cultural y turístico” que es un cuadriláte­ro de casi cien metros de lado. “Ya ha creado cien empleos aquí y treinta en Turquía”, explica Hasan, amigo del gerente. Otros edificios que llaman la atención son el “consulado de Turquía” – fuera de lugar en un pueblo más pequeño que la mayoría de capitales comarcales– o una escuela, sin olvidar el flamante estadio de fútbol de césped.

Sin embargo, un proyecto acariciado por Recep Tayyip Erdogan

no logró levantar el vuelo. “Le dijimos que nada de mezquita, que nuestra cultura es cristiana”, explica Ted. Es más, la economía gagauza gira, en gran medida, alrededor de las viñas y el vino, en un paisaje fértil y apenas ondulado. Gagauzia es la región pobre de un país pobre, pero en la capital muchos comercios modernos e hipermerca­dos dan cuenta de una relativa prosperida­d agraria.

Un viejo en la plaza cree que cualquiera que se le dirija en turco es musulmán y se cree en la obligación de justificar que su nombre es ruso porque son cristianos. A su lado, un gagauzo de rasgos eslavos dice haber trabajado un tiempo en Estambul.

En cualquier caso, ni la autonomía ni toda la inversión turca han servido, de momento, para darle la vuelta al retroceso del idioma. En Gagauzia, hay una escuela rumana y las demás son gagauzas, pero estas enseñan en ruso, excepto la asignatura de lengua propia.

En Comrat, los gagauzos de cuarenta años acostumbra­n a hablar el dialecto turco con sus padres y a veces entre ellos, pero casi siempre en ruso a sus hijos. Estos solo hablan en gagauzo con sus abuelos, en el mejor de los casos. Excepto en los pueblos más pequeños, los jóvenes solo hablan entre ellos en ruso. Pero esto no ha servido para acercarlos a Moscú. Al contrario.

“Nuestros profesores creen que Putin es muy bueno, pero mi abuela cree que Putin es dios”, explica una adolescent­e, mientras sus amigas asienten. “También me dice que no vaya a la marcha de la Victoria”. ¿Por qué? “Buuuum”, responde. “Es por la propaganda de la tele rusa”, dice su amiga Jana, la lista de la clase. “Los jóvenes apoyamos a Ucrania y nuestros padres a Rusia”, resume, aunque también aclara que su propia abuela es ucraniana. “Putin es Hitler”, concluye.c

Turquía y Rusia compiten por la influencia en Gagauzia, con efectos distintos por generacion­es

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JORDc JOAN BAÑOS Un grupo folklórico gagauzo a la salida ensayo, en Comrat

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