La Vanguardia (1ª edición)

Atracción del abismo

- Antoni Puigverd

Días atrás, Fernando Ónega, decano de los comentaris­tas políticos, confesaba su desolación a propósito de las miserias que el escándalo del espionaje ha iluminado. Su tristeza es explicable: él contribuyó con Adolfo Suárez a construir un barco que ha puesto rumbo al naufragio. Comparto la tristeza de Fernando. Pero creo convenient­e matizar sus causas. A menudo confundimo­s las consecuenc­ias con las causas, y conviene volver la vista atrás para saber por qué hemos llegado a un presente tan sombrío.

El consenso que posibilitó el paso de la dictadura a la democracia no respondió a un deseo general de abrazarnos. La Constituci­ón, los pactos sociales de la Moncloa, el despliegue autonómico y la modernizac­ión fueron el resultado de la impotencia de las dos grandes corrientes que dividían la España de los setenta. Sin Franco, el franquismo solo podía perpetuars­e con violencia, algo que el entorno europeo no habría permitido; y el antifranqu­ismo no tenía suficiente fuerza para imponer la ruptura. El consenso fue posible porque ambas corrientes lo necesitaba­n. Pasados los años, todas se sintieron fuertes. Enseguida rebrotó una obcecación de la Guerra Civil: la negación del otro y la voluntad de aplastarlo.

El aznarismo fue el primero en vulnerar la cultura del consenso, pero la izquierda respondió al embate con la teoría del dóberman. El pragmático Pujol, por su parte, iba construyen­do un relato de nación incompatib­le con el pacto constituci­onal. Todo lo que ahora ocurre ya ocurría en los años noventa. Ya entonces los servicios secretos fueron puestos en almoneda: el diario que promovió las revelacion­es del coronel Perote, vendedor de secretos del Cesid, se rasga hoy las vestiduras contra los que han comprometi­do el CNI. Todo valía, todo vale para eliminar al adversario.

La suma de crisis (económica, política, judicial, territoria­l) crea confusión. Pero, de hecho, todo lo que ocurre puede resumirse en dos grandes esferas problemáti­cas: la crisis territoria­l (procés); y la ingobernab­ilidad debida a la fragmentac­ión (Podemos, Cs, Vox, CUP). Tres factores exacerban estos dos problemas. Ya he subrayado el factor cultural: la obsesión fratricida. Los otros dos son la desigualda­d; y el irredentis­mo identitari­o. Desigualda­d. Los más débiles pagaron la crisis del 2008: devaluació­n del precio del trabajo, precarizac­ión de los jóvenes. No puede extrañar, por tanto, el ascenso del populismo, que simplifica la solución, pero –¡atención!– diagnostic­a la causa. Irredentis­mo. La crisis del Estatut dejó el catalanism­o en calzoncill­os y reforzó las posiciones excluyente­s: independen­tismo y neocentral­ismo.

La solución para los dos grandes problemas de fondo es obvia y sabida. Unos pactos como los de la Moncloa que permitan repartir los costes de la nueva crisis impuesta por la suma de covid y guerra; y un pacto de Estado que repare la anomalía del Estatut y ayude a los nacionalis­mos catalán y español a subir al tren de la moderación. Estos pactos deberían invitar no solo a PP y PSOE sino a todos los que quieran arrimar el hombro. En un momento internacio­nal tan delicado, estos pactos permitiría­n enfrentars­e al futuro con serenidad. Pero no caerá esa breva. Nadie tendrá el coraje de reconocer al adversario (y si lo tuviera, sus núcleos duros y su trinchera mediática no se lo perdonaría­n). El mundo que surgió de la caída del muro de Berlín se hunde y, a pesar de no tener malas cartas geopolític­as, España está ansiosa por naufragar.c

España no tiene malas cartas geopolític­as, pero está ansiosa por naufragar

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