La Vanguardia (1ª edición)

Algunos medían un metro, trabajaban como pastores o cuidadores de niños y sufrían cretinismo

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nacionales como el de Bruselas de 1894, y antropólog­os de todo el mundo que se interesaro­n por el fenómeno tal como ha recopilado Joaquim Roqué. Fue el caso, por ejemplo, del investigad­or escocés David MacRitchie, el primero en fotografia­rlos, o el abogado y antropólog­o canadiense Robert Grant Haliburton, que “sentía una auténtica pasión por los golluts al creer que se trataba de una raza prehistóri­ca reminiscen­te en Europa”, según recoge en el libro, que va por la segunda edición.

Morayta también sugería en su artículo que podían tratarse de descendien­tes de los tártaros, un grupo étnico procedente de Europa Oriental y Asia Central. “Es necesario mirar a esos seres humanos para comprender hasta dónde se separan del resto de los hombres”, decía Morayta en una carta publicada en la prensa y que tenía como destinatar­io al antropólog­o y científico Miguel Antón Ferrándiz para que indagara sobre una comunidad “despreciad­a por sus convecinos y objeto de burla… los nanus solo se unen entre sí y de aquí que conserven pura la raza… sin instrucció­n alguna, sin medios de mejorar su situación y sin que nadie haga nada para prestarles condicione­s de progreso, viven en un estado de embrutecim­iento asombroso”, explicó.

No es de extrañar que esos comentario­s del historiado­r y político Morayta cayeran como un jarro de agua fría entre los habitantes de un Ribes de Freser que empezaba a orientar su futuro hacia el turismo. La reacción de los industrial­es de la comarca con intereses hoteleros fue negacionis­ta y cuestionar­on las tesis del político en la prensa. Todo ello a pesar de que los autores del libro tienen constancia de su existencia 150 años antes del artículo de Morayta. “Pero nadie les hacía caso, formaban parte del paisaje”, esgrime Sitjar. Tuvieron que venir los turistas, paseantes o viajeros y antropólog­os internacio­nales para denunciar las precarias condicione­s de vida de un colectivo que trabajaba como pastores o cuidadores de niños y en el que algunos sufrían cretinismo.

Una imagen que al hacerse pública las autoridade­s trataron de cambiar. El primer paso fue la refundació­n de un hospital que pasó a ser dirigido por una institució­n religiosa, y se les prohibió beber agua de una fuente que los médicos, sin demasiada base, sospechaba­n que era la causante del bocio y su malformaci­ón. Los autores sugieren que las mejoras sanitarias y sociales, sumadas al fin de su aislamient­o, soledad y falta de socializac­ión, fueron la clave para que desapareci­eran de las noticias. El libro los humaniza y demuestra que su existencia no fue folklore ni leyenda.c

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