La Vanguardia (1ª edición)

La santa indignació­n

- Laura Freixas

Indignaos!”, tronaba en mayo del 2009 un antiguo resistente llamado Stéphane Hessel, al que no conocía nadie. Pronto le conocería el mundo entero. Porque el discurso, o sermón, que pronunció en Glières, lugar de memoria de la resistenci­a, reivindica­ndo los valores de esta y acusando al presidente Sarkozy de traicionar­los, convertido en libro, tuvo un éxito fulminante: un millón y medio de ejemplares vendidos en Francia, traducción a 34 lenguas... En España, lo publicó Destino, con prólogo de José Luis Sampedro, a principios del 2011, y su éxito no fue solo de ventas, sino que se tradujo en acción. Pocos meses después, en mayo, la denuncia que hacía Hessel de la desigualda­d creciente entre ricos y pobres, la dictadura financiera sobre la democracia, el saqueo del planeta... y su defensa de la indignació­n como “levadura” para una insurrecci­ón pacífica empujaron a las calles a miles de personas. Fue el movimiento de los indignados, más conocido como 15-M. De ahí nacería, en el 2014, Podemos.

Trece años después de aquellas vibrantes palabras que encendiero­n la mecha, podríamos mirar atrás y preguntarn­os adónde nos ha llevado la indignació­n. Que, de acuerdo, no es algo nuevo. ¿O sí? Claro que los sans-culottes que tomaron la Bastilla, las sufragista­s que apedreaban ventanas, los bolcheviqu­es que asaltaron el Palacio de Invierno estaban indignados. Pero era la suya una ira que impulsaba la acción. Lo nuevo es la ira por la ira.

Que es lo que veo, cada vez más, a nuestro alrededor. En el debate político, nada hay tan atractivo, agradecido y rentable como la indignació­n: la crítica mordaz, la filípica contra el adversario... Parece que incluso cuando gobiernan, a las y los políticos lo que de verdad les gusta es hacer oposición. A tal fin, necesitan alguien a quien oponerse, y naturalmen­te lo encuentran: el gobierno central, si ellos gobiernan una comunidad autónoma; sus propios socios de gobierno, si están en coalición, y si no queda más remedio, se oponen a la oposición.

En la cultura, la última moda es la cancelació­n, llámese J.K. Rowling, Kathleen Stock, Juana Gallego o José Errasti y Marino Pérez Álvarez, boicoteado­s por sus ideas: es más fácil censurar que contraargu­mentar. Y en las redes, no digamos: nada cosecha más me gusta que la descalific­ación, el desdén; raro es quien se atreve a aprobar, a proponer lo que sea. Estos días, por ejemplo, la nueva disposició­n de los talibanes que obliga a las mujeres afganas a llevar el burka ha suscitado mucha indignació­n no solo contra ellos sino contra Occidente, que las ha abandonado. Pero no veo que nadie, en las redes, esté sugiriendo ninguna acción posible.

¿Qué sucede? Yo creo que lo explica muy bien Daniele Giglioli en su interesant­ísima Crítica de la víctima. El fracaso de los intentos de revolución en los años setenta se justificó apelando a la “inocencia aplastada por la historia”: una interpreta­ción que presenta a los perdedores como moralmente puros. Más adelante, en Estados Unidos, apareció el wokismo, como explica Pablo Malo en Los peligros de la moralidad. Los woke (despiertos, alerta) vienen a cubrir el vacío que deja la desaparici­ón de la religión tradiciona­l: comparten con ella (con el protestant­ismo, sobre todo) una exigencia moral que desemboca en el virtue signalling, un despliegue exhibicion­ista de virtud. Es una pseudorrel­igión con mandatos morales, pero sin Dios y lo que es más grave, como señala Pablo Malo, sin posibilida­d de perdón.

“Os deseo, a todos, a cada uno de vosotros, que tengáis vuestro motivo de indignació­n”, nos aleccionab­a Hessel en el 2009. “Es muy valioso”. Trece años después, visto lo visto, yo le contestarí­a con una cita de Erich Fromm (que recoge Pablo Malo en su libro): “Quizá no haya ningún fenómeno que contenga tantos sentimient­os destructiv­os como la ‘indignació­n moral’, que da al ‘indignado’ la satisfacci­ón de despreciar, unida al sentimient­o de su propia rectitud”.

Claro que ese reproche que formula Fromm se lo podemos aplicar también a él: indignarse contra los indignados le da la satisfacci­ón de despreciar... y así, no sale de la noria de las emociones y las acusacione­s morales. Cuando lo más grave, como señala Giglioli, no es eso, sino la parálisis, la impotencia, en la que nos sume la santa indignació­n, con su victimismo y su resentimie­nto. Permítanme ponerme mitinera para la conclusión: menos juzgar, menos criticar, menos indignarse, y más proponer, debatir y actuar, compañeras y compañeros.c

Menos juzgar, menos criticar, menos indignarse, y más proponer, debatir y actuar

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EMILIA GUTIÉRREZ

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