Era un placer quemar
Era un placer quemar. Era un placer especial ver cosas devoradas, ver cosas ennegrecidas y cambiadas”, dice Montag, el bombero 451 del libro de Ray Bradbury, que quemaba libros prohibidos. El fuego es lo más bárbaro. El franquismo no los quemaba, se limitaba a inocular el miedo y a vigilarlos férreamente para impedir su difusión, o bien a eliminar los párrafos “peligrosos” con el visto bueno del censor. Ahora, hay nuevos vetos, a la manera en que lo están haciendo muchos estados republicanos en EE.UU. (recordemos que autores como Arundhati Roy, Toni Morrison o libros como El guardián entre el centeno de Salinger han sido vetados por los bárbaros), aunque afortunadamente la Biblioteca de Nueva York anunció hace dos semanas que va a poner los títulos vetados al alcance de los lectores dispuestos a transgredir la prohibición. En cualquier caso, como digo, nada de esto es ya indispensable para apartar a los libros pecadores: ni quemarlos, ni prohibirlos por ley, ni vetarlos. (Como hace poco oí a un editor francés: “Hace cincuenta años, teníamos leyes que prohibían libros, pero, por lo menos, solo estaban las leyes.)
Ahora, los grupos de presión radicales, compuestos por conservadores extremistas y progresistas totalitarios son quienes se ocupan, vía redes sociales, de limitar la libertad de expresión e invisibilizar libros “problemáticos” generando autocensura, que además de ser mucho más insidiosa es también mucho más efectiva. De este modo sutil, nos instalamos poco a poco en las tinieblas posmodernas y pronto posthumanas. En todo era humano, muy humano, hasta el punto de que quienes salvaban los libros prohibidos eran los individuos de carne y hueso. Los memorizaban en sus cabezas y los guardaban para la siguiente generación. Así, como decía Granger, podrían volver a la vida. “Y cuando la guerra termine, algún día, algún año, podrán escribirse los libros otra vez: se llamará a la gente, una a una para que recite lo que sabe, y los guardaremos impresos hasta que llegue otra Edad de las Tinieblas y tengamos que rehacer enteramente nuestra obra”.
Edades de las tinieblas han habido varias a lo largo de la historia y son cíclicas. Ahora vivimos en una, pero tan repleta de supuestas libertades, que no lo parece. Y nada más coherente que este engaño, pues la posmodernidad ha logrado un hito espectacular: que en el imperio de la posverdad el individuo haga, creyendo que actúa libremente, lo que antes hacía el poder.c