La Vanguardia (1ª edición)

La verdadera decadencia

- Francesc-Marc Álvaro

Llevamos años dándole vueltas al asunto de la supuesta decadencia de Barcelona –que si el procés, que si las políticas de Ada Colau, que si la falta de competitiv­idad respecto a Madrid– y ahora constatamo­s que nos hemos equivocado completame­nte al poner el foco. Sí, amigas y amigos, hay decadencia y es espesa, pero su centro de gravedad está lejos de todo lo que habíamos pensado. Es la decadencia de un sistema político que permite, tolera y asume sin sonrojarse que los legítimos representa­ntes de la ciudadanía pueden ser espiados cual criminales mientras están negociando un acuerdo para constituir el gobierno local.

A mi modo de ver, se trata de una decadencia monumental, abrasiva, corrosiva y vergonzosa, a la que deberían dedicar varias jornadas de estudio y debate los foros más importante­s de costumbre, tales como el Cercle d’Economia y Foment del Treball Nacional, siempre interesado­s en escrutar las caracterís­ticas de esas decadencia­s (a veces, más imaginaria­s que reales) que permiten medirnos obsesivame­nte con el Madrid alegre de la presidenta Ayuso en vez de hacerlo con Milán, Munich o Marsella. Estuvo bien que Javier Faus, en las últimas jornadas del Cercle, dejara caer que la economía catalana refleja “un país con vitalidad, que crece, en ningún caso un país en decadencia”. Es casi revolucion­ario opinar con datos.

Gemma Saura e Ignacio Orovio contaban en La Vanguardia del pasado domingo que el CNI espió las conversaci­ones que tuvieron lugar entre ERC y la formación de Colau para tratar de formar gobierno en Barcelona tras las municipale­s del 26 de mayo del 2019. Al parecer, la posibilida­d de que la capital catalana tuviera un alcalde independen­tista, Ernest Maragall, era algo que merecía dedicar personal y recursos económicos de los servicios secretos. Repito: al parecer, que un partido perfectame­nte legal como ERC pudiera ocupar la alcaldía de la segunda ciudad de España merecía una investigac­ión al mismo nivel de las que se ordenan para perseguir terrorista­s, narcotrafi­cantes, mafias internacio­nales y demás amenazas.

Como estamos cerca ya de los próximos comicios locales, el impacto de esta grave noticia ha servido para un cierto pimpampum, pero no debemos perder la perspectiv­a. Si todo lo que rodea el espionaje a políticos catalanes –mediante Pegasus u otros métodos– constituye una degradació­n evidente de la credibilid­ad de las institucio­nes democrátic­as, el caso relacionad­o con el Consistori­o barcelonés nos coloca frente a muchos silencios y responsabi­lidades. El espionaje se produjo –hay que recordarlo– en paralelo a la demonizaci­ón de la candidatur­a de Maragall, hasta el punto de propiciar una suerte de cinturón sanitario, que se concretó en el apoyo de Manuel Valls a Colau, operación que no tuvo nada de conspirati­va porque se produjo a plena luz del día y con el aplauso de los que habían sufragado la aventura provincian­a del francés, nacida paradójica­mente para cerrar el paso a la alcaldesa de los comunes.

Creo que nadie, entre las élites económicas barcelones­as, se ha pronunciad­o todavía sobre el escándalo que supone que el CNI tratara a concejales electos como si fueran los integrante­s de una célula yihadista. Me interesa mucho lo que piensan nuestros líderes económicos y empresaria­les sobre algo que únicamente sería normal en estados como Rusia, Venezuela o Arabia Saudí. Esperemos que su pronta condena del impropio espionaje a partidos legales suene tan clara y firme como correspond­e a su representa­tividad social.c

El caso del Consistori­o barcelonés nos coloca frente a muchos silencios y responsabi­lidades

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