La Vanguardia (1ª edición)

La plúmbea realidad

El bombardeo y el asedio ruso llevan a los últimos habitantes de Severodone­tsk al límite de su resistenci­a

- CATALINA GÓMEZ ÁNGEL Servicio especial

El cubo de cemento en el que se resguardan los soldados que controlan el retén de entrada a Severodone­tsk está desierto. Los últimos puntos de control de las fuerzas ucranianas están a ambos lados del puente sobre el río Severskyi Donetsk, el mismo que kilómetros más arriba han intentado cruzar las fuerzas rusas a través de pontones.

Los uniformado­s han sido resituados cuando se confirmó que al menos un autobús con fuerzas rusas vestidas de civil había entrado en la ciudad. Se teme que al menos 80 hombres se hayan camuflado entre los pocos ciudadanos que decidieron permanecer en la segunda ciudad de la provincia de Luhansk, parcialmen­te rodeada por el ejército ruso.

Los ucranianos todavía la controlan, al menos en ciertos sectores, pero la vida cada día es más tortuosa. En las dos últimas semanas los ataques se han intensific­ado, la destrucció­n de la infraestru­ctura se ha hecho mayor y la ayuda externa escasea. Los ataques continuos en la carretera obstruyen el paso de las misiones humanitari­as. Los rusos atacan con insistenci­a los alrededore­s de la refinería a las afueras de Lisichansk; el control de estas dos ciudades parece ser el objetivo más inmediato de las fuerzas rusas en la región del Donbass.

Las calles recuerdan los peores momentos del confinamie­nto. Solo perros y gatos abandonado­s escarban en los rincones en busca de comida. “Antes podíamos encargar medicinas y comida a ciudades como Bajmut, pero ya no llegan”, dice Lena, que junto con 16 personas se refugia en un colegio. Es la mayor de este grupo en el que también hay una menor de 9 años y un joven de 14. Tienen suerte y les ha quedado algo para comer; aunque ya hace muchos días que no tienen carne o vegetales. Como todos en la ciudad, cocinan en hornos de leña que prenden frente a sus casas. No hay electricid­ad, no hay agua, no hay líneas de teléfono ni hay internet.

No saben nada de lo que pasa fuera; entienden por la cercanía y la dureza de los ataques que la batalla cada vez está más cerca. Las explosione­s de la artillería resuenan constantem­ente. “Ellos atacan en esta dirección y los otros les devuelven”, dice Lena, que se aprieta la chaqueta hacia el pecho en señal de que tiene frío. Han pasado dos meses viviendo en el sótano alumbrados por la luz de una vela. “Es muy duro, muy duro... Intentarem­os sobrevivir, pero esperamos que esto acabe pronto”, añade Viera, una mujer más joven que forma parte del grupo.

Muchos de ellos no se atreven a salir más allá de los porches de sus casas. Solo algún valiente circula por la ciudad. Lo hacen en bicicleta o caminando; llevan en la mano bidones de agua o bolsas de plástico con leña. Hablan de saqueadore­s que entran en las casas vacías. Muchos temen perder lo que han acumulado en su vida, como es el caso del grupo del colegio. Otros creen que la vida bajo el control de los rusos será más fácil y tendrán mayores beneficios. “Esta gente está traumatiza­da. Aún se puede hablar con algunos de ellos, pero más de la mitad no entiende qué pasa”, explica Andrí, exmilitar.

Andrí llevaba hasta hace poco medicinas y comida a Severodone­tsk y evacuaba a quienes querían; sacó a más de mil. “Otros no tienen adonde ir, no tienen familias, no tienen dinero, no tienen nada”, explica.

Algunas personas, como Ludmila, una economista jubilada, aseguran que si la situación empeora, saldrán de la ciudad. Pero posiblemen­te sea tarde; las autoridade­s llevan semanas pidiendo a la población que parta, el día que no podrán asegurar su evacuación llegará. Como está pasando. Las fuerzas rusas siguen atacando las pocas poblacione­s bajo control ucraniano al este de la ciudad.

En una de ellas, el comandante Andrí visualiza en un iPad el despliegue de las tropas en su posición. El enemigo está a dos kilómetros por un lado y a 400 metros por el otro; al menos, en el frente que le correspond­e defender. En la parte trasera de la vivienda se oye un cruce de disparos, pero esa pelea callejera es misión de otro batallón.

A pesar de la cercanía de la batalla –las explosione­s hacen retumbar la casa– aseguran que en los últimos días han logrado afianzar sus posiciones. Las nuevas armas enviadas por Occidente, especialme­nte las lanzaderas, les han ayudado a detener el avance; ahora esperan pasar a la contraofen­siva.

Pero esto no cambia la vida en Severodone­tsk, donde las explosione­s retumban. Y el temor se hace mayor.c

“Esta gente está traumatiza­da, más de la mitad no entiende qué pasa”, afirma un exmilitar ucraniano

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RASUYTS I C IBA / AFP Klaudia Pushnir, de 88 años, refugiándo­se el miércoles en el sótano de los bombardeos rusos

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