La Vanguardia (1ª edición)

Rusia y el control de los mares

- Josep Piqué

Si tiene un mapamundi a mano, querido lector, mírelo. Porque vamos a hablar de geografía y, por lo tanto, de geopolític­a. La geografía determina la política exterior de los países. El ejemplo paradigmát­ico es Rusia.

En su parte europea, conforma una enorme llanura que se prolonga hacia el resto de Europa hasta los Pirineos Occidental­es. De ahí la obsesión por prolongar su perímetro de seguridad hacia el oeste y que se refleja en la histórica frase de Catalina la Grande, según la cual la mejor manera de defender las fronteras de Rusia es expandiénd­olas.

Así fue con los zares y, luego, con la Unión Soviética, cuando llegó a ejercer su dominio sobre la Europa Central (los llamados países satélites), incluida la parte oriental de Alemania.

Tal dominio incluía la parte oriental y del sur del Báltico, complement­ada por la neutralida­d de la parte occidental (Finlandia y Suecia). Tal situación evitaba los riesgos de las heladas del mar que pueden llegar a cubrir el golfo de Finlandia y permitía el acceso a las “aguas calientes” del Atlántico, a través de los estrechos nórdicos. Asimismo, permitía obviar las dificultad­es de salir por un Ártico normalment­e helado y de muy difícil navegación.

Esta obsesión por las salidas al mar se manifiesta en otros puntos geográfico­s. La conquista de Siberia permite llegar al Pacífico, de ahí la importanci­a estratégic­a de las islas Kuriles, arrebatada­s a Japón al final de la Segunda Guerra Mundial. Otro ejemplo está en Asia Central, protagonis­ta del Great Game, en el siglo XIX, entre los zares y el imperio británico para acceder al Índico, después de controlar el mar Caspio.

El colapso de la Unión Soviética ha modificado sustancial­mente la situación en ese mar, ya que ahora Rusia debe compartir sus costas con otros cuatro países. En contrapart­ida, el deshielo del Ártico como producto del calentamie­nto global abre a Rusia nuevas posibilida­des, aunque siete de los ocho países del Consejo Ártico son o serán miembros de la OTAN.

Finalmente, el otro gran centro de atención ruso ha sido el mar Negro. Por ello, Rusia siempre ha querido controlar el Cáucaso y la parte occidental del mar, algo que consigue con la Unión Soviética, salvo el control estratégic­o del acceso al Mediterrán­eo por Turquía en el Bósforo, y que explica la animadvers­ión histórica y los enfrentami­entos militares entre ambos países, ya desde la época zarista y del imperio otomano. Por ello, la pertenenci­a de Turquía a la OTAN fue un revés geopolític­o evidente. Algo que hoy sigue siendo así y que se añade a la liberación de la influencia rusa y soviética sobre Rumanía y Bulgaria. Ello explica buena parte de la lógica que subyace bajo la invasión rusa de Ucrania, el control de Crimea (y de la base de Sebastopol, usada por la flota rusa desde hace siglos) y la voluntad de cortar el acceso ucraniano al mar Negro, conectando Crimea al Donbass, por el este, y con Transnistr­ia, en el oeste. Más allá del sueño ultranacio­nalista y paneslavo de la Gran Rusia, detrás está recuperar buena parte del territorio perdido después de la caída del muro de Berlín. Algo esencial para los objetivos del presidente Putin de recuperar el espacio postsoviét­ico.

Tal situación geopolític­a explica, a su vez, la posición de fuerza de Turquía, que se permite incluso la posibilida­d de vetar la entrada de Finlandia y Suecia a la Alianza Atlántica. Una posición que le proporcion­a ahora algo muy importante y que ha pasado relativame­nte desapercib­ido: la prohibició­n de paso por el Bósforo de buques de guerra, tanto rusos como de la propia OTAN.

Pero volvamos al Báltico. La entrada de Suecia y Finlandia en la Alianza Atlántica, pedida ya formalment­e por ambos países y que previsible­mente llevaría a su integració­n a finales de este año, es otro extraordin­ario revés para Rusia y que explica su virulenta reacción, amenazando con medidas “técnico-militares” si ello comporta la presencia de tropas de la OTAN en sus territorio­s.

Así, el Báltico se convierte en un mar de la Alianza, después de haber sido un mar soviético. Porque, más allá de la salida por el golfo de Finlandia, a Rusia solo le queda su enclave en Kaliningra­do, encajado entre Lituania y Polonia. Por ello, la defensa del corredor de Suwalki (único enlace terrestre con Bielorrusi­a) y frontera entre esos dos países es esencial para la OTAN para impedir que las repúblicas bálticas pudieran quedar aisladas por tierra del resto de la Alianza.

Pero, en cualquier caso, tal situación queda profundame­nte alterada por el cambio histórico de Finlandia y Suecia, abandonand­o su neutralida­d (forzada en el caso de Finlandia, pero libremente asumida por Suecia, desde el Congreso de Viena en 1815) y que permite la defensa de las repúblicas bálticas también desde el mar.

La potenciaci­ón militar de Kaliningra­do es la única respuesta por parte de Rusia. La amenaza de instalar cabezas nucleares en los misiles Iskander ubicados en ese territorio y la ampliación de la base aeronaval de Baltisk se inscriben en este contexto.

Por ello, el movimiento de ambos países nórdicos (provocado por la propia agresivida­d rusa) de compartir su seguridad en el seno de la OTAN es una auténtica derrota (una más) de Putin. No solo no ha conseguido el repliegue de la Alianza a las fronteras anteriores a los años noventa, sino que se refuerza con países que hasta ahora se habían mantenido neutrales. Y lo que es peor, cercena su obsesión histórica por el control de sus mares adyacentes. Si, al final, tampoco consiguier­a cortar el acceso ucraniano al mar Negro, el balance sería realmente catastrófi­co para Rusia. Una Rusia cada vez más encapsulad­a en su propio territorio y con menor capacidad para acceder al Atlántico y al Mediterrán­eo.

Un auténtico desastre para las ambiciones neoimperia­listas de Putin.c

El Báltico se convierte en un mar de la Alianza, después de haber sido un mar soviético

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SERGEI ILNITSKY / EFE

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