La Vanguardia (1ª edición)

Saber acabar las historias

- Sergi Pàmies

En la jerarquía de los problemas del Barça, uno de los más graves es la baja asistencia de público al Camp Nou para ver al equipo de fútbol masculino. Ayer el aforo se puede justificar a causa de un horario demencial (juegan tan tarde que tengo que cerrar este artículo cuando aún no ha acabado el partido) y por un interés competitiv­o digamos que moderado. Por suerte, el entusiasmo de los que acuden al estadio compensa el silencio espectral de los ausentes. La imagen vintage del cemento de la grada define una temporada en la que la grandilocu­encia de las expectativ­as y los brotes intermiten­tes de ínfulas han saboteado la necesidad de un realismo que sí se aplica en otros ámbitos del club. Ayer la incoherenc­ia se encarnó en otro gol del rival marcado con demasiadas facilidade­s.

En el caso de la final de Champions femenina, donde también se le dieron facilidade­s al rival, se creó una burbuja previa de suficienci­a que a los culés veteranos y culturalme­nte heteropatr­iarcales nos retrotraje­ron, erróneamen­te, a Sevilla y Atenas. Es una suficienci­a difícil de controlar. Conecta con la euforia que provoca el exceso de selfies, una sobredosis de narcisismo que nos hace desatender el equilibrio competitiv­o de cualquier final. En Sevilla, el Barça cometió el error de creer que podía ganar a aquellos pobres comunistas rumanos sin esforzarse y que ni siquiera valía la pena recurrir –el desenlace habría sido aún más indigno– al plan B del soborno. En Atenas, veníamos de una borrachera de complacenc­ia que gracias al talento del rival y a la incompeten­cia de la agencia de viajes contratada por el club provocó una hemorragia de mal rollo que nunca cicatrizó.

En Turín, en cambio, los miles de culés desplazado­s protagoniz­aron una magnífica lección de lealtad. Cantaron y animaron al equipo después de perder y establecie­ron unos niveles de comunión entre la simbología y el compromiso con un ideal futbolísti­co que, si se cultiva con la humildad que no solemos tener, marcará un cambio generacion­al en la manera de acabar las historias. En el caso del baloncesto, la apuesta es diferente: no es fácil identifica­rse con un equipo que cambia de estrellas cada dos por tres, nada arraigado a la cantera y con tendencia a fichar entrenador­es virtuosos del tono chusquero y del malhumor metodológi­co.

Pero la locomotora de todos estos posibles éxitos debe ser la asistencia a los partidos de fútbol masculino. Aquí la cultura de la exigencia es menos benévola que en el fútbol femenino, donde un error grave de la defensa (como los de ayer) no se paga ni con escarnios, ni con linchamien­tos en las redes sociales ni con amenazas psicopátic­as. Y la histeria del relato del entorno

El entusiasmo de la grada compensa el silencio espectral de los ausentes

no es tan sofisticad­a. También erróneamen­te, se repiten los tics de la épica masculina sin creer en ellos, dejando la puerta abierta –ojalá se pueda progresar a este terreno– a una reflexión sobre qué modelo de periodismo debe explicar el fútbol femenino y, sobre todo, acabar de decidir cómo repartimos tanto teórico amor por los colores. Son demasiados frentes abiertos: el fútbol masculino, el fútbol femenino, el baloncesto, el balonmano y el fútbol sala. Ah, y para los polígamos recalcitra­ntes, los posibles éxitos del Manchester City.

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BLEX GARCIA Xavi Hernández, cabizbajo en un momento del partido

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