El tenis, qué extraño juego
Entre punto y punto, los tenistas se detienen y meditan. Avanzan hasta la grada lateral y se secan con la toalla. Luego piden bolas y las escudriñan con una mano. Las contemplan y no sé qué ven, pero ven algo. Descartan una o dos de ellas, las dejan caer y los recopegelotas llegan raudos para recogerlas y retenerlas en su esquina. El tenista se las reclamará en el próximo punto.
Los rituales del tenis son lentos. Al contemplarlos, poseído por su clímax, me pierdo en mis pensamientos. A veces tomo notas, a veces dibujo siluetas en la libreta, a veces medito como el tenista.
Podemos meditar en una pista de tenis. En una pista de tenis abunda el silencio. El silencio de la parroquia singulariza el tenis, igual que su incierto sentido del tiempo. Nunca sabes cuándo va a acabar el partido, si será largo o corto: la victoria es un absoluto, y solo llega tras la aniquilación del rival, hay que esperar al último raquetazo.
Si el partido fuera a cien puntos y estuvieras ganando 99-0, aún no lo habrías ganado.
El pensamiento me lleva a la singularidad del marcador.
15-0, 30-15, deuce. ¿Qué demonios es esto? De crío, tenía que esforzarme por memorizar el conteo de los marcadores: un set, el tiebreak... Carlos, mi hermano mayor, me había enseñado a contar los puntos. Lo hacía en
Si el partido fuera a cien puntos y estuvieras ganando 99-0, todavía no lo habrías ganado