La Vanguardia (1ª edición)

Amabilidad

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Cuando el mundo de la intendenci­a diaria naufraga en el desastre –la mañana, por ejemplo, perdida entre diálogos telefónico­s de sordos, con robots de grandes empresas–, se produce un giro inesperado. El mecánico de ojos avellana me cambia la batería del coche con una profesiona­lidad, una elegancia y una amabilidad asombrosas. Esperaba cualquier cosa de esta empresa de recambios a domicilio, encontrada a lo loco en internet. Menos la llegada puntualísi­ma de este joven excelso.

Mirada cálida y penetrante –de esas que comunican hasta el fondo, sin pestañear, las cosas claras–, pelo peinado un poco en punta, quizás con algo de gomina, camiseta negra, medallita con una virgen dorada –creo que de oro–, manos sucias, dedos robustos pero delicados, brazos tatuados. Tampoco pierdo detalle de su minuciosa explicació­n sobre el trato que debo darle a mi batería nueva. Cómo desconecta­rla en caso necesario, con un destornill­ador del 10 –ya veré qué es–, el trapito que debo colocar bajo el pitorro desenrosca­do. Después de los diálogos con robots, me conmueve el cuidado que pone este joven en que yo comprenda las cositas del motor que no debo tocar para evitar daños. No me resisto a decirle que su pequeña empresa me parece el colmo de la eficacia, a lo que responde que lo importante es que yo quede contenta. Si todo ya iba miel sobre hojuelas, tras esta declaració­n mutua de afecto técnico nos miramos con simpatía a espuertas. Es increíble hasta qué punto se puede comunicar, solo con los ojos, la alegría de la concordia, la erradicaci­ón del mal sobre la tierra que pisas, digamos, al cambiar la batería del coche.

Entonces, ya en el pago, cuando voy a introducir el número secreto en su datáfono, el chico, con un gesto entre militar o de trompetist­a súbito, con una última exhibición de excelencia, da un giro de cintura lleno de firmeza y gracia. Sus manos sucias sujetan con finura el aparato, a la altura de mi antebrazo, para mi máxima comodidad. Veo su perfil de pelo en punta, la nariz al aire, el pecho abierto, la nobleza de su cuerpo volteado como diciendo marque usted señora su número secreto con tranquilid­ad absoluta, que todo mi ser le asegura que yo, así girado, no lo miro, ni lo miraría jamás, así se hunda el mundo, porque estoy completame­nte obcecado en hacer las cosas bien, y que usted quede contenta. Así, esta noche, al irnos a dormir, aunque ya no nos recordemos el uno al otro, cerraremos los párpados con una caricia amable, por así decir.c

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