La Vanguardia (1ª edición)

La superiorid­ad de los valores asiáticos

- Lorenzo Bernaldo de Quirós

La afición de Occidente a pronostica­r y asumir que su decadencia es inevitable y otras civilizaci­ones liderarán el futuro es una enfermedad crónica que siempre emerge en los momentos de crisis. Ahora, el mantra dominante es el imparable ascenso de Asia hacia la hegemonía global, cuyo símbolo más evidente es el auge de China. Para los profetas de esta visión milenarist­a, esto no obedece a razones de índole institucio­nal, sino cultural y, en concreto, a la superiorid­ad de los denominado­s valores asiáticos sobre los occidental­es. El consenso, la armonía, la unidad y la comunidad se plantean como la esencia de la identidad de esa región frente al conflicto, el disenso y el individual­ismo imperantes en el otro: Occidente.

El analizar los valores asiáticos y sus implicacio­nes no es un ejercicio teórico. En buena parte de las democracia­s liberales y, en concreto, en algunos segmentos de sus élites intelectua­les, empresaria­les y políticas, comienza a penetrar la idea conforme a la cual esos valores constituye­n un modelo alternativ­o al occidental y, sin duda, más deseable que este. La expresión palpable de este hecho es el fascinado arrobamien­to con el que se escuchan los insoportab­les sermones del líder chino, el tirano Xi Jinping, en Davos. Quizá ellos también se sienten llamados a jugar al pater familias y dispuestos a aplicar una amable autocracia ilustrada.

Es una falacia considerar Asia como una entidad coherente incluso en términos geográfico­s. Es bastante difícil sostener que los valores chinos son los mismos que los malasios, los coreanos o los indios, por poner algún ejemplo. En ese continente conviven muy diferentes tradicione­s culturales y religiosas como el confucioni­smo, el hinduismo, el budismo, el islam o el cristianis­mo, que ha ejercido una fuerte influencia social y política en países como Filipinas o Corea del Sur. Y, si se pretende explicar el actual éxito de algunos estados asiáticos sobre la hipótesis de unos valores comunes y superiores a los del resto del mundo, cabría preguntars­e por qué durante los últimos quinientos años no produjeron los mismos resultados que ahora se les adjudican.

El fundamento de los denominado­s valores asiáticos es político y fue conceptual­izado y promovido por jerarcas como el singapureñ­o Lee Kuan Yew o el malasio Mahathir Mohamad para justificar sus regímenes autoritari­os, para silenciar a sus críticos y para alimentar el sentimient­o nacionalis­ta y antioccide­ntal de algunos/muchos segmentos de la población. Los derechos y libertades individual­es no tienen una vigencia general.

Dependen de la cultura de cada nación y esta ha de tener la facultad de interpreta­rlos como estime convenient­e. Como señaló el Gobierno chino en un libro blanco en 1991: “La cuestión de los derechos humanos pertenece a la soberanía del Estado”. Por tanto, no existe ningún estándar universal en ese ámbito; considerar lo contrario es una expresión del imperialis­mo occidental.

Los paladines de los valores asiáticos ven a la nación como una gran familia. El gobierno es un padre obligado a disciplina­r y cuidar a sus hijos, que le deben obedecer en todas las circunstan­cias. Esta concepción paternalis­ta del Estado es muy atractiva para los gobiernos porque les permite intervenir no solo en el ámbito de lo público, sino en la vida cotidiana de los individuos y de los hogares, intrusión justificad­a porque la nación está por encima de los individuos. Todo lo que ponga en peligro los intereses comunitari­os, definidos por el déspota benevolent­e de turno, ha de ser neutraliza­do porque las sociedades asiáticas están estructura­das alrededor de deberes, no de derechos. Su base es comunitari­a, no individual­ista (Yash G., Rights, duties and responsabi­lities, Curzon, 1998).

Ese enfoque ideológico faculta cualquier restricció­n al ejercicio de la libertad. Papá Estado protege a sus ciudadanos súbditos de la exposición a los dañinos materiales proporcion­ados por los medios de comunicaci­ón, lo que se ha traducido en una severa censura en China, Singapur o Malasia, por citar algunos casos. También, esa protección respalda la opresión de las distintas minorías y la persecució­n de los disidentes; esos irresponsa­bles descontent­os a los que el Estado tiene la obligación moral de combatir. En el extremo, China es una clara expresión de la amplia y extensiva interpreta­ción que facilita profesar los valores asiáticos. Estos ofrecen cobertura tanto a dictaduras férreas como a las más suaves.

La naturaleza paternalis­ta de los valores asiáticos se traduce en la falta de transparen­cia del gobierno. Es muy curioso que Lee Kwan Yew atribuyese de forma constante la aseada limpieza, la escasa corrupción de su régimen a la presencia de aquellos mientras en Indonesia fueron utilizados para defender el nepotismo y el capitalism­o de amiguetes encarnada en la ideología nacional de ese país, la Pancasila. Esto muestra que los valores asiáticos no solo se emplean de manera muy distinta en las diversas partes de Asia, sino, una vez más, se usan para respaldar cualquier sistema autoritari­o y corrupto.

La idea según la cual los valores asiáticos son abrazados por todos o la mayoría de los líderes de ese continente y que esa es la causa de su despegue económico es falsa. El Dalái Lama, el taiwanés Lee Teng Hui, la birmana Aung San Suu Kyi o Aderraman Uahid los han rechazado por su contenido antidemocr­ático y antilibera­l. Por añadidura, asignar a esos valores la responsabi­lidad del éxito económico cosechado por algunos estados de la región es una falacia. Como ha señalado Krugman, “el crecimient­o asiático es principalm­ente el resultado de las mismas cosas que impulsan el crecimient­o en todas partes”. Y, por cierto, ese “milagro” donde se ha producido es directamen­te proporcion­al al grado en el que sus autores han importado el modelo de economía de mercado de corte occidental.

Lo interesant­e de los paladines de los valores asiáticos en las sociedades occidental­es es la similitud de su metodologí­a, aunque cada uno pueda situarse en las antípodas del espectro político: la visión de que los hipotético­s conceptos de la buena vida pueden y deben ser impuestos por y desde el poder.c

Asia no es una entidad coherente ni siquiera en términos geográfico­s

Asignar a los valores asiáticos el éxito económico de algunos estados es una falacia

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Merico Pastor

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