“Debemos enviar el mensaje de que no nos rendimos, hay que seguir viviendo”
buscó a su hijo durante casi dos meses. El 5 de marzo, con los rusos campando por la ciudad y sin electricidad ni agua, Oleg salió a cargar el móvil en el coche. No regresó. “Preguntamos y preguntamos, pero nadie había visto nada. Yo mantuve la esperanza de que estuviese vivo hasta el final”, dice.
Unos niños descubrieron el cadáver junto a las vías del tren, decía el papel que les entregaron en la morgue el 22 de abril, cuando fueron a reconocerlo. Tenía la barriga reventada a tiros. No saben qué ocurrió y nunca lo sabrán. “¿Qué hizo mi hijo al pueblo ruso para que lo matasen tan cruelmente? Estuvo 13 años trabajando en Rusia, llevándoles productos en su camión. Por más que lo pienso, no logro entender el sentido de esta guerra. ¿Por qué, para qué?”, se desespera la mujer.
Hay que seguir viviendo, aunque cueste. “Tengo otro hijo y nietos por los que tengo que vivir. Al menos sé dónde está mi hijo, puedo llevarle flores y hablar con él”. Es un consuelo. Otras madres no tienen ni esta triste certeza.
Tetiana se ha acercado a un puesto de World Central Kitchen, la oenegé del chef español José Andrés, donde hoy reparten bolsas de manzanas. Los que hacen cola son en su mayoría ancianos y muchos pasaron toda la ocupación rusa en la ciudad. Para escapar había que ser fuerte o, simplemente, tener donde ir. Borís, de 86 años, no tenía ni lo uno ni lo otro, y decidió quedarse encerrado en el sótano con su hijo. “Al principio teníamos comida, pero en unas semanas se acabó. Qué hambre, y qué frío. No había calefacción y estábamos bajo cero. Se me inflamaron los pulmones”, dice.
Un día fue a dar de comer al gato de la vecina. Al abrir la puerta de la casa, Borís vio que había rusos dentro. “Estaban emborrachándose. Intenté irme, pero me habían visto. Dije que había ido a alimentar al gato. El jefe se rió y me dijo: ‘Abuelo, escúchame bien, regresa al sótano y no salgas. Si te vuelvo a ver te pego un tiro’”.
Antes de la guerra, Borís no era precisamente un antirruso. Su difunta esposa era rusa, de Belgorod. “Sus hermanos y sobrinos viven ahí. No se creen lo que les contamos. Les enviamos vídeos de la destrucción en Bucha y dicen que son invenciones”, dice el anciano, sacudiendo la cabeza con incredulidad. Lo dice en ruso. Igual que casi todos los protagonistas de este reportaje.
En la misma calle donde reparten las manzanas está la escuela número 4 de Bucha. Con sus paredes de tono pastel y decoradas con dibujos infantiles, nadie diría que en sus cimientos se vivieron escenas dramáticas hace tres meses, cuando se convirtió en el mayor refugio de la ciudad. Hasta 500 personas resistieron encerradas en sus sótanos durante tres semanas, hasta que a mediados de marzo se abrieron dos corredores para evacuar a civiles.
“Me cuesta volver aquí”, dice con un nudo en la garganta Irina, entre los dientes y jugaban”, recuerda Irina. Sus dibujos aún están ahí: una Peppa Pig, una flor, algún garabato que emana miedo.
Al frente de la organización del refugio se quedó el matrimonio compuesto por Vitali y Natalia, el electricista y la directora administrativa de la escuela. Consiguieron un generador, que enterraron para que los rusos no lo oyeran. “Lo usábamos dos horas al día para cargar los móviles. Había que ser muy disciplinados. Solo salíamos fuera para lo imprescindible. A las 16 horas apagábamos las luces, era cuando empezaban los bombardeos”, recuerda Natalia.
Los rusos instalaron lanzamisiles en el patio de la escuela, desde donde atacaban a los ucranianos. “Nos usaban como escudo. Tuvimos que contactar con el ejército y dar nuestras coordenadas, temíamos que nos bombardearan los nuestros”, explica Vitali.
La comida pronto se acabó y tocó organizar batidas en casas y en un supermercado vecino. En una expedición, los rusos apresaron a Vlad, de 28 años. Su cadáver fue hallado semanas después, con un tiro en la cabeza. Otro chico salió a buscar agua y no volvió, pero aún no saben qué fue de él.
“Cuando salía veía los cuerpos amontonados en la calle, pero cuando volvía a la escuela no decía nada, para no asustar. Todavía no sabíamos si podríamos salir algún día”, dice Natalia.
“La vida no volverá a ser como antes, de eso estoy seguro. Lo que hemos vivido... quizá los niños lo olviden, mi generación no”, reflexiona Sergo Markaryan, georgiano residente en Bucha desde hace 15 años. Es el dueño de la cafetería Jam, coqueto local con papel pintado y música dulce. Fue el primer café que reabrió en Bucha, el 14 de mayo, se enorgullece Sergo.
“Teníamos muchas ganas –dice–. Amamos esta ciudad. Queríamos ser un ejemplo, enviar el mensaje de que no nos rendimos, que vamos a luchar. También es bueno que trabajemos para la economía. El primer día no vino mucha gente, pero el segundo día más y el tercero aún más. Eso es lo importante, seguir viviendo”.c
“Al menos sé dónde está”, dice Tetiana, cuyo hijo fue asesinado por los invasores; otras madres aún buscan
Los rusos instalaron dos lanzamisiles en una escuela donde había 500 personas refugiadas