La Vanguardia (1ª edición)

Las pastillas del amor

- John Carlin

La ciencia avanza y vivimos más y mejor, pero seguimos siendo igual de bárbaros que hace tres mil años. Solo hay que leer a Homero para ver que en cuanto a envidias, odios, resentimie­ntos, crueldades o locuras del amor nada ha cambiado. Progresamo­s en lo material –Helena de Troya no disponía de Instagram para mandar selfies a sus pretendien­tes; a Aquiles quizá le hubiera salvado la vida una dosis de penicilina en el talón–. Pero en cuanto a las emociones, cero evolución.

No hay más que ver lo que está haciendo Putin en Ucrania, o contemplar el demencial fenómeno Trump, o estudiar la relación entre Johnny Depp y Amber Heard. Queda camino por recorrer. La buena noticia, o eso parece, es que la química viene al rescate. Para empezar, pronto dispondrem­os de medicament­os que acabarán de una vez y por todas con las penurias del amor.

Anna Machin, antropólog­a de la Universida­d de Oxford, dijo en un discurso la semana pasada que se ha evoluciona­do lo suficiente en neuroquími­ca como para que “de aquí a cinco años” podamos comprar pastillas en las farmacias que nos ayuden no solo a enamorarno­s, sino a lograr que el amor perdure.

Un componente de dichas pociones sería la oxitocina, que impulsa la atracción. Machin, autora de un libro llamado Why we love (por qué amamos), dijo que llegará a ser normal que antes de salir un sábado por la noche en búsqueda del amor la gente se inyecte un chorro de oxitocina en la nariz. Pero la oxitocina no solo sirve para la etapa inicial de una relación. Genera la producción de la dopamina y la betaendorf­ina, hormonas adictivas que, según Machin, hacen que dejar la pareja se vuelva tan complicado como abandonar la heroína.

Otro recurso para preservar el amor sería la MDMA, también conocida como éxtasis. La MDMA promueve la empatía, por tanto, sirve para que uno vea los problemas a través de los ojos del otro y ayuda a que se transmita, a los sectores más primarios del cerebro, una sensación de permanente enamoramie­nto.

Tras interesarm­e por lo que propone Machin empecé a leer más. Me he enterado en revistas como New Scientist y en oscuros artículos académicos de que en las fronteras de la farmacolog­ía se concibe suministra­r estas drogas del amor no solo a individuos o parejas con problemas, sino a todo el mundo, sin excluir a los niños. Con lo cual entramos en la visión del futuro que el autor Aldous Huxley retrató en su novela Un mundo feliz, publicada en 1932.

A través del consumo universal de determinad­as drogas, llamadas soma, se crea una utopía en la que, según la imaginació­n de Huxley, la guerra y la pobreza han sido eliminadas. En el remoto caso de que uno se sintiera envidioso, enfadado o triste, la solución es fácil: consumir un gramo de soma. Si uno necesita sexo, siempre habrá alguien disponible y siempre habrá un chicle hormonado para activar el deseo mutuo. En este mundo la promiscuid­ad es la norma; la monogamia es inmoral. ¿Por qué? Porque la fidelidad genera conflicto y la promiscuid­ad conduce al objetivo más deseado, la estabilida­d y la paz.

Así es el cielo en la tierra de Un mundo feliz, salvo en determinad­os rincones del planeta donde las drogas reguladora­s de las emociones no han llegado. Los seres humanos que viven aquí siguen siendo “salvajes” y su papel es subrayar el mensaje irónico del libro. El punto de partida de Huxley es que un mundo perfectame­nte feliz es a lo que todos aspiramos, pero al final se pregunta si realmente es deseable; si la vida sin conflicto es vida. Su respuesta es que no.

El libro concluye con un debate entre dos de los protagonis­tas, uno de los diez todopodero­sos “controlado­res” del mundo y un “salvaje” –o sea, un individuo como nosotros– llamado John. El salvaje empieza diciéndole al controlado­r que el mundo que ha construido se ha vuelto “demasiado fácil”.

“Nosotros preferimos el confort”, responde el controlado­r.

“Pero yo no quiero el confort”, dice el salvaje. “Quiero Dios, quiero poesía, quiero peligro, quiero libertad, quiero bondad, quiero pecado”.

“De hecho, entonces, pides el derecho a ser infeliz”.

“De acuerdo –responde el salvaje–. Pido el derecho a ser infeliz… Prefiero ser infeliz a tener la falsa, mentirosa felicidad que tienen ustedes”.

Se trata de la misma falsa, mentirosa felicidad que se nos avecina, según Anna Machin y otros académicos. Mis lecturas me han revelado que hay varias investigac­iones científica­s en camino que exploran la posibilida­d de crear un mundo más amable –más “moral”, dicen algunos– a través de los medicament­os. Pero, como Machin tiene la sensatez de advertir, traerá “problemas éticos”, precisamen­te los que resalta Huxley. Por ejemplo, el que se postula en un artículo en la revista New Scientist. ¿En un futuro no tan lejano se podría llegar al extremo de que tengamos una sociedad en la que el consumo de las pociones del amor se vuelva obligatori­o?

El artículo señala el precedente de las respuestas estatales en casi todo el mundo a la pandemia de la covid. Todos a confinarse, todos a vacunarse: si no, castigados por la ley o por el exilio social. “Tras aquellas medidas coercitiva­s a gran escala –dice New Scientist–, ¿por qué no considerar la imposición de intervenci­ones biomédicas destinadas al bien común, aunque vayan en contra de la voluntad del individuo?”.

Llegará el día, concluye el artículo, en el que las posibilida­des que ofrece la ciencia generarán un tormentoso debate. Sé de qué lado estaré yo. La vida es lucha, la vida es incierta, es un constante enfrentami­ento con el azar. Así la hemos entendido siempre. La alternativ­a que se nos puede presentar es un coñazo: un mundo soporífero, neutro, blando en el que no habrá poesía, como dice el salvaje John, en el que no habrá conflicto, no habrá ni bien ni mal, en el que no habrá –horrores– periodista­s, ya que no habrá nada nuevo que contar.

Se podría hacer una excepción y obligar a todos los gobernante­s, los “controlado­res”, a consumir las pastillas de la empatía y el amor. No vendría mal que se las dieran cada mañana con el desayuno a Putin y a Trump, quizá también a parejas especialme­nte demoníacas como Depp y Heard. Pero por lo demás, diría yo –como diría Aldous Huxley–, el cielo puede esperar.c

¿En un futuro no tan lejano se podría obligar a la sociedad a consumir las pociones del amor?

Las pastillas de la empatía no les vendrían mal a Putin y a Trump, y quizás a Depp y Heard

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Oriol M l

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