La Vanguardia (1ª edición)

Espejismo en el Dniéper

El calor llena la playa de kievitas que quieren olvidar la guerra, aunque sea por un día

- Gemma Saura Enviada especial

¿Es inmoral tumbarse en la playa y dejarse acariciar por el sol en un país en guerra? ¿O es un acto de superviven­cia, de celebració­n de una vida más preciosa que nunca?

Julia y Valeria, 21 y 20 años, lo tienen claro y lo expresan con una sencillez que desarma. “Los ucranianos somos un pueblo fuerte. Estamos luchando por vivir. Queremos hacer cosas normales porque no sabemos lo que va a pasar mañana”, dice Julia. “Vivir. Aunque solo sea por un día”, añade Valeria.

Bikini rojo una, negro la otra, las dos amigas comen fresas y cerezas tumbadas al sol en la playa Central de Kyiv, a orillas del río Dniéper. Un niño chapotea sobre un enorme dónut inflable, un pescador vuelve a tirar el anzuelo y la espalda de un señor que echa la siesta empieza a mostrar un tono violáceo. El termómetro marca 30ºC, el agua refulge y la guerra parece muy, muy lejana.

Cuando empezó la invasión rusa, a finales de febrero, una larga columna militar avanzaba hacia Kyiv y la caída parecía inminente. No fue así. La feroz resistenci­a ucraniana obligó a las tropas de Putin a replegarse y a replantear su estrategia, concentran­do la ofensiva en el este y el sur de Ucrania.

Con los combates a cientos de kilómetros, la normalidad vuelve poco a poco a Kyiv, acelerada por la llegada del buen tiempo y los días largos, que siempre provoca una explosión de hedonismo en los países con inviernos duros.

La guerra parece a veces, aunque sea solo unos instantes, un espejismo. Pero está ahí. Se masca en los soldados armados que patrullan las calles, en los sacos terreros que protegen edificios gubernamen­tales y monumentos, en el toque de queda (de 23 h a 5 h) o en las sirenas antiaéreas que suenan cada vez que se detecta el lanzamient­o de un misil ruso en algún punto del territorio.

El último misil que cayó en

Kyiv fue el 5 de junio, el primero en más de un mes. Solo provocó daños materiales, como si lo que quisiera en realidad Putin fuera recordar a los kievitas que no pueden vivir tranquilos.

“Me hace feliz ver esta playa llena. Gracias a Dios, la gente tiene un lugar donde ir a relajarse, a tomar el sol y nadar. No podemos salir de Kyiv, los rusos lo han dejado todo minado”, dice Natalia, una señora de 65 años que ha venido con su hija, Elena, y su nieta, Sofía.

“Tengo que decir que en el centro de Kyiv, donde vivimos, casi no nos hemos enterado de la guerra. No hemos bajado ni una vez al refugio”, dice Elena, que corta rápido la conversaci­ón: quiere tomar el sol.

“El primer mes fue muy raro. Asimilar que vives en un país en guerra. Luego te acostumbra­s”, admite Yevgenia, de 37 años, mientras hace cola para ponerse el bañador en un vestuario público. Ha pasado en Kyiv toda la contienda, aunque tenía las maletas hechas para irse a Lviv, en el oeste del país. “No tengo hijos, si los tuviese me habría ido”.

Viene a darse un chapuzón. Sola. “Mi marido no quiere venir a la playa. No se siente bien. Creo que todos, en mayor o menor medida, nos sentimos culpables de estar aquí viviendo nuestra vida mientras tanta gente muere”, dice.

Julia y Valeria celebran que se han licenciado (en Derecho y Economía, respectiva­mente). La guerra, lamentan, les ha roto los planes de futuro. Pero también les ha hecho ver la vida de otra forma. “Nos hemos pasado la mañana paseando por Kyiv, haciendo vídeos y fotos. ¡Todo nos parecía tan bonito!”, dice Valeria. “Antes vivíamos estresadas. Por el trabajo, los estudios, el dinero –añade Julia–. Una guerra te hace ver que todo eso no importa. Estar aquí, disfrutand­o del agua, del sol, de los árboles... me hace feliz”.c

“Queremos hacer cosas normales porque no sabemos lo que va a pasar mañana”, dice Julia

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Ageen Snasn Julia y Valeria, dos amigas de 21 y 20 años, toman el sol en Kyiv en una playa a orillas del río Dniéper

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