La Vanguardia (1ª edición)

Oídos sordos

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Se celebró hace poco el día internacio­nal de la Conciencia­ción sobre el Ruido, que alerta de los riesgos para la salud cuando se sobrepasan los 65 decibelios recomendad­os por la OMS. Los medios se hicieron eco. Hablaron otorrinos, pediatras, neurólogos. Hablaron los afectados: teletrabaj­adores, insomnes adictos a los sedantes, estudiante­s desconcent­rados, enfermos crónicos. Se informó acerca de la pérdida de oído progresiva que están sufriendo niños y jóvenes por culpa de la megafonía en las escuelas, bares y discotecas. La presidenta de la Sociedad Española de Otorrinola­ringología explicó que la población más perjudicad­a son los menores de 35 años (los mayores ya se quedaron sordos hace tiempo), que el daño se acumula en la cóclea (aunque el ruido sea discontinu­o), y que la hipoacusia puede ser de rápida instauraci­ón. Varios especialis­tas desgranaro­n una amplia variedad de trastornos provocados por el ruido superior a los famosos 65 decibelios: problemas cardiacos, trastornos cognitivos, disfuncion­es hormonales, cambios en la regulación del sistema nervioso central, cefaleas y migrañas...

El día de la Conciencia­ción (del que segurament­e solo nos enteramos los que ya estamos conciencia­dos) se celebró a finales de abril, buen momento para que la ciudadanía tenga tiempo de conciencia­rse antes de que empiece el sarao veraniego. Pero ¿van a conciencia­rse los ayuntamien­tos, que al fin y al cabo de ellos depende velar por la calidad acústica de su municipio? El de la ciudad donde vivo permite en sus ordenanzas hasta 90 decibelios (en el grupo de actividade­s más ruidosas), algo que sobrepasa brutalment­e las recomendac­iones de la OMS. Es probable que las de otros municipios también, pues en cuestión de megafonía se exhibe en este país una permisivid­ad pasmosa. Por si fuera poco, a menudo son los juzgados los que han de obligar a los ayuntamien­tos a que cumplan su propia normativa (como ocurrió en el de mi ciudad tras años de protestas de los vecinos de una concurrida plaza). En definitiva: algo serio habrá que hacer para que uno de los países más ruidosos del globo deje de serlo. Porque tiene narices que en un momento de fervor medioambie­ntal como el que vivimos, en el que a menudo se contempla prohibir auténticas chorradas, se olvide el derecho ambiental al mínimo bienestar acústico, un derecho indispensa­ble para trabajar, para leer, para pensar, para follar, para estudiar, para hablar con los amigos, para no quedarse sordo y para no volverse loco.c

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