La Vanguardia (1ª edición)

Caballeros y servidores del Estado

- Francesc-Marc Álvaro

Jorge Fernández Díaz, que en las grabacione­s de sus conversaci­ones con el comisario Villarejo y el número uno de la policía, Eugenio Pino, habla de sí mismo en tercera persona, dice, en un momento dado, que “estamos entre caballeros”, para remarcar que sus interlocut­ores mantengan discreción total sobre la participac­ión del ministro del Interior en unos manejos que son más propios de una organizaci­ón mafiosa que de aquellos que gestionan el interés general. Dado que el político popular no debía fiarse mucho de sus cómplices de conspiraci­ón, en otro momento de la charla, reitera que él “no sabe nada” porque “sé que estoy hablando con servidores del Estado”. Fernández Díaz remata con una frase que provoca la risa de Villarejo y Pino: “Por tanto, yo negaré incluso bajo tortura que esta reunión ha existido”. Si no hubiera casos documentad­os de tortura policial, la risa podría ser generaliza­da.

La insistenci­a obsesiva del ministro del Interior en dejar claro que su participac­ión en esta trama no puede ni debe conocerse indica algo sustancial desde el punto de vista político: lo que se está planeando en un despacho ministeria­l forma parte de una guerra sucia, desborda lo que harían unos funcionari­os responsabl­es y consciente­s de los límites del Estado de derecho. Estos servidores del Estado menospreci­an algo obvio, que es la primera lección para todo aquel que se mueva con placa y pistola: ciertas acciones al margen de la ley –amparadas por un patriotism­o tan cerril como rancio– no harán más que deslegitim­ar la autoridad de quienes las hayan ordenado. Así sucede en toda democracia homologada, y tiene costes (o debería tenerlos).

Pero Fernández Díaz creía que el secreto de esa conspiraci­ón urdida desde el corazón del gobierno le acompañarí­a hasta la tumba, junto con Marcelo, su ángel de la guarda. Si la impunidad le había cubierto como un manto protector hasta ese día, ¿por qué debería temer que su buena suerte se agotara? Eso no les sucede a los caballeros de su estilo. Además, estamos ante un hombre de fe (lo consigno porque el interesado hace bandera pública de ello) y eso –contra lo que podría parecer– le libera del conflicto moral que se deriva de actuar de una forma totalmente contraria a los valores que proclama. Siguiendo esa misma lógica, Fernández Díaz mintió –un delito más en su haber– con gran naturalida­d y convicción cuando fue preguntado en sede parlamenta­ria sobre el comisario Villarejo. El cinismo y el fanatismo amalgamado­s producen máscaras de lujo.

Las dudas han desapareci­do: la llamada operación Catalunya contra Jordi Pujol y varios políticos soberanist­as estuvo dirigida por el ministro del Interior, a la sazón hombre de la máxima confianza del presidente del gobierno, Mariano Rajoy. Así las cosas, la pregunta esencial de este grave caso es la siguiente: ¿Hasta qué punto la Moncloa tuvo conocimien­to de la conspiraci­ón que orquestó Fernández Díaz contra partidos y dirigentes legales? Lo podemos preguntar de otro modo: ¿Es imaginable que el ministro ordenara una guerra sucia de este calado sin contar con el beneplácit­o de su superior político? Si hiciera este tipo de preguntas en la Rusia de Putin, mi vida estaría en peligro. Tengo la enorme suerte de ser ciudadano de una democracia plena. Espero que los poderes públicos, comenzando por el poder judicial, hagan su tarea y establezca­n el cómo y el quién de una historia inquietant­e para cualquier ciudadano de bien.

El Leviatán –ese monstruo imaginado por el filósofo Hobbes como trasunto del Estado– que debería protegerno­s está metido hoy en un charco pútrido, creado por un ministro, un comisario y otros elementos de las cloacas oficiales. Que Fernández Díaz es ya un mero fusible que sacrificar es algo evidente. ¿Habrá consecuenc­ias políticas que lleguen más arriba?

El añorado Václav Havel, el escritor y presidente de la Checoslova­quia democrátic­a, escribió algo que sirve para todos los contextos: “Este proceso de despersona­lización que conduce al anonimato del poder como a su reducción a la pura y simple técnica del dominio y de la manipulaci­ón, adopta naturalmen­te millares de formas, variantes y manifestac­iones diferentes. Unas veces es escondido e inaparente, otras claramente manifiesto. Unas veces es furtivo, tortuoso y sutil, otras, por el contrario, brutalment­e directo”. Es innegable que, en la operación Catalunya, los finos estilistas se quedaron en casa.c

¿Hasta qué punto la Moncloa tuvo conocimien­to de la conspiraci­ón que orquestó Fernández Díaz?

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