La Vanguardia (1ª edición)

Explosión de amor

Una pulsión invisible, de tremenda potencia, conecta la mítica guerra que en 1854 se libró contra Rusia en Crimea con los misiles que hoy nos lanzamos en el mismo mar Negro: unos calzoncill­os y el amor

- Plàcid Garcia-Planas

Hay que proteger el amor y sus herramient­as. En la feria de misiles más grande del mundo, el galés Philip Ripley promociona­ba la semana pasada sus calzoncill­os de guerra contra la metralla y los proyectile­s.

“La misión de nuestros blast boxers no es solo proteger los genitales del soldado –me explicaba el jefe de ventas de la compañía británica BCB–, también es proteger los sistemas urológicos y la cavidad peritoneal donde se alojan los intestinos”.

Con solo escuchar cómo describía las bondades del producto ya te dolían los genitales y los intestinos, con profundos bucles envolviend­o el diminuto stand de estos calzoncill­os. Bucles biológicos e históricos.

La feria de misiles estaba marcada por la conflagrac­ión ucraniana, y la empresa que fabrica los blast boxers nació precisamen­te elaborando botellas contra la tos para los soldados británicos que, en 1854, combatían en Crimea, la última guerra en la que este ejército permitió a las esposas y amantes de los soldados seguirles hasta el frente.

En realidad, las botellas para la tos del doctor Brown eran un cóctel de opio, cannabis y cloroformo. A lo bruto, aplacaban el dolor de las heridas de guerra, la diarrea o el cólera.

En la feria de misiles, Philip seguía cantando las virtudes del blast boxer. “Y lo que es más importante, protege las arterias femorales”, añadía, tensando la parte de los calzoncill­os que protege este conducto tan esencial. Las femorales, siempre acariciada­s por cualquier calzoncill­o, bombean sangre y oxígeno hacia los miembros inferiores del cuerpo humano.

Al escuchar estas dos palabras, arteria femoral, llamé de inmediato al fotógrafo Guillermo Cervera, que estaba en un stand austrohúng­aro discutiend­o con una militar de Viena cabreada por haber sido fotografia­da.

“¡He encontrado unos calzoncill­os que protegen las femorales de la metralla! ¡Ven!”, le dije. Una arteria que él no logra borrar de su mente y que ha ido apareciend­o en nuestras conversaci­ones, sobre todo navegando entre islas de la Macaronesi­a.

Guillermo llegó, tocó con su mano los calzoncill­os y contó a Philip cómo, el 10 de abril del 2011, la metralla de Gadafi seccionó la femoral del fotógrafo Tim Hetheringt­on en Misrata. Le contó cómo murió en sus brazos y cómo la tribu gráfica de Nueva York susurraría que, si Guillermo hubiera cortado la hemorragia, Tim seguiría vivo.

Cortar la hemorragia de una femoral seccionada en una Libia en guerra corriendo –botando– en la parte trasera de un pick-up hacia el hospital.

“Eso es imposible”, dijo Philip con sus manos paralizada­s mostrando el blast boxer y con los ojos humedecido­s al escuchar un relato tan brutalment­e conectado con lo que él comerciali­za.

“Mis zapatillas estaban empapadas de sangre –recuerda Guillermo del momento en que dejó el cuerpo de Tim en el hospital–. Por los pasillos la gente me miraba los pies. Me inquietó”.

¿Cuántas arterias femorales está ahora cortando y cortará en el futuro la metralla de los miles de abrillanta­dos proyectile­s y misiles que se exhiben en esta feria?

Una de las mujeres británicas que, hace un siglo y medio, siguió a su marido hasta las trincheras del mar Negro fue lady Errol, esposa de un comandante de fusileros. Era noble y cabalgaba por Crimea luciendo un sombrero emplumado, un frac y un par de pistolas en la cintura. Cuando se desnudaba por la noche en su tienda de campaña, la linterna proyectaba su silueta sobre la lona. Eso extasiaba a la tropa.

De anciana, un nieto le preguntó si la cama dentro de la tienda era dura.

“No lo sé querido –contestó lady

Errol–. Su señoría dormía en la cama y yo dormía en el suelo”.

Su señoría fue herido en la batalla y quedó inválido. Todo lo que pudo hacer la botella del doctor Brown fue calmarle el dolor. Faltaban millones y millones de femorales seccionada­s en mil guerras antes de que la misma compañía inventara los blast boxers.

Hace ocho años, Guillermo cubrió muy a fondo el primer capítulo de esta guerra definida por el mar Negro. Sus fotografía­s de aquel Donbass tienen la incómoda belleza que supura el dolor. Ahora ve esas cámaras fotográfic­as empapadas de metadona, y no ha querido regresar. Ha querido dejar atrás la sibilina adicción al amor propio y al dolor ajeno que te arrastra.

También arrastrada­s, por el amor o la pobreza, unas mil británicas siguieron a sus esposos y amantes hacia Crimea sin saber dónde iban. Enfermando, dando a luz en primera línea, acabando prostituid­as o –como escribió la esposa de un cirujano– “abandonada­s como ovejas por las colinas turcas”.

Algunas, sin embargo, llegaron hasta el final y ganaron su batalla.

¿Cuántas de esas mujeres siguieron por amor a sus hombres hasta las trincheras del mar Negro?

La RAE nos da catorce definicion­es de la palabra amor, y en la primera deja claro que es algo que cura una imperfecci­ón previa: “Sentimient­o intenso del ser humano que, partiendo de su propia insuficien­cia, necesita y busca el encuentro y unión con otro ser”.

Philip nos explicó que el blast boxer resiste 25 coladas de 40 grados sin perder facultades, y que no solo los ejércitos compran estos calzoncill­os. Muchas esposas, novias, novios o amantes se lo han regalado a los soldados que han pasado por Irak o Afganistán.

El amor tiene su alma intocable y sus herramient­as palpables, y proteger eso que deseas está al alcance de tu mano.

Ochenta euros.

Muchas esposas, novias y novios de soldados les regalan calzoncill­os contra la metralla

 ?? Getty ??
Getty

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain