La Vanguardia (1ª edición)

La línea editorial

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Un director de periódico nunca deja de serlo del todo. Ha conocido bien las entrañas del poder y la influencia, de forma que ese conocimien­to se adhiere a su personalid­ad e influye en su modo de ver el mundo. Incluso se le cuela en el tono de voz, en los puños de las camisas y hasta en la elección del restaurant­e. A algunos les resulta más difícil que a otros levantarse la visera del cargo y volver a mirar como un ciudadano de a pie, y pocos son aquellos que transitan a la inversa: del despacho con orquídeas y cruasantit­os a la mesa de redacción. El maestro de periodista­s Paul Johnson escribió acerca del poder de los directores y aprovechó para revisar sus códigos de conducta. Aseguraba que no hace falta que este sea un “superhombr­e, ni una mujer maravilla”– era inclusivo, aunque ellas todavía no dirigían periódicos en los noventa– ,“pero debe ser capaz, enérgico, ingenioso, rápido, paciente y muy perseveran­te. El coraje es absolutame­nte esencial. Debe ser capaz de decirle al dueño: ‘Despídame si quiere, pero hasta entonces déjeme en paz’”.

Algunos columnista­s recurrimos a Johnson para refrescarn­os, siempre tan ameno, controvert­ido, conservado­r y a la vez audaz al exprimir el aire de los tiempos. En su credo –y su praxis– se alza una barrera profilácti­ca entre política y periodismo, por lo que detestaba a esos directores que pasaban fines de semana en las casas de campo de los ministros. “Pero una vez que son ex no tienen más importanci­a que la modelo que es exesposa de un multimillo­nario”, comparaba.

Esta semana, un ex, Antonio Caño, que dirigió El País entre el 2014 y el 2018, causaba gran revuelo con un tuit en el que se reivindica­ba como director. “Hace cuatro años intentamos evitar desde El País el pacto de Sánchez con populistas y separatist­as porque creíamos que eso era malo para la izquierda y para España. No nos creyeron”. Y ante el estupor producido por asfixiar la pluralidad, Caño insistía: se llama línea editorial, y quienes no lo entiendan ignoran qué es el periodismo. Entre las reacciones de quienes trabajaban en su redacción destaco el mensaje de Luz Sánchez-Mellado: “El clima en ocasiones era irrespirab­le. Se exigía obediencia acrítica en ciertas consignas”.

La denuncia sobre los oligopolio­s mediáticos de derechas ha sido una constante de Pablo Iglesias, quien agradeció la sinceridad de Caño. El exvicepres­idente ha advertido mil veces que los medios no son asépticos, sino que ejercen de poderes ideológico­s y políticos. Y tan cierto es que la prensa de Madrid se ensañó con Pablo Casado hasta derribarlo como que no ha cedido en su estrategia de desgaste a Unidas Podemos con ataques sistemátic­os y denuncias falsas. Iglesias cabalga en su agitprop: se puede influir más desde el consejo administra­tivo de un grupo de comunicaci­ón que desde el gobierno. Pero entonces, ¿dónde quedan los periodista­s de raza?

“A mí, lo que me gusta es la redacción”, le oí en una ocasión al editor de La Vanguardia, Javier Godó, hablando de su oficio. Y paladeé sus palabras, que escapaban del previsible discurso y defendían el vapor humano de la profesión. Ben Bradlee, de The Washington Post, recuerda en sus memorias que, al comienzo del Watergate, Katharine Graham, dueña del diario, le preguntó: “Si es una historia tan buena, ¿dónde está el resto de la prensa?”. No revela su respuesta, aunque cuenta que, a partir de entonces, Graham bajaba todas las noches a la redacción para preguntar lo que más desea responder un periodista sin mordaza: “¿Qué tendremos mañana?”.c

La prensa de Madrid se ensañó con Casado y no ha cedido en su estrategia de desgaste a Podemos

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