La Vanguardia (1ª edición)

La paella transmite lo mejor y lo peor del carácter nacional: caos y arrebato creativo

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los expertos te consuelan diciendo que las peores paellas del mundo se comen en Valencia.

El caso es que llega el verano y uno se aferra a la paella y olvida sus trozos de sepia correosos, esos guisantes ideados para una escopeta de balines y algunas tiras de pimiento indigeribl­es que blasonan el plato de cara a su presentaci­ón majestuosa ante la mesa.

¿Es la paella motivo de orgullo patrio o símbolo de nuestros males? Gracias a que el arroz lo soporta todo, existen tantas variedades de paella, un plato que refleja carácter individual­ista, caótico y propenso a la queja (que si el punto del grano, que si el fuego, que si los garrofones). Muchos arroces parecen surgidos de una trifulca conyugal en la que los contendien­tes han preferido arrojar todo lo que tenían a mano a la paellera antes que al cogote del consorte.

Al tiempo, la paella tiene arrebato, espíritu cohesionad­or –¡incluso yo la comparto!– y esa virtud mediterrán­ea de armonizar cosas contradict­orias, virtud que hoy combaten nuestras administra­ciones, que se han aficionado a dictar normas, ordenanzas y regulacion­es a fin de que seamos suecos y no mediterrán­eos. ¿Y qué haría un cocinero sueco a solas con los ingredient­es de una paella?

¡Cortarse la minga!c

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