La Vanguardia (1ª edición)

La actriz hiperactiv­a

- Eca Sanchís

SEs liberador, te puedes permitir gritar, sufrir, reírte de todo, cosas que la corrección no te permite hacer en la vida.

¿A qué edad se subió por primera vez a un escenario?

A los 17 años, me pareció fascinante, y sabía hacerlo aunque fuera mal.

¿...?

iempre quise hacer de otro.

¿Y eso?

Interpreta­r tiene que ver con como pisas el escenario y yo sabía hacerlo, luego aprendí la técnica. Tuve la fortuna de que no me cogieron en la escuela de teatro porque seguí trabajando y aprendiend­o. Siendo actor pasas por infinidad de sensacione­s.

¿Cuáles le han marcado?

Procuro involucrar­me lo mínimo, convivo con los personajes lo justo y necesario. Pero en el monólogo de Juicio a una zorra, basado en Helena de Troya, el personaje me pudo.

¿Qué le pasó?

Entraba en una catarsis a diario por el dolor tan profundo que sentía esa mujer. La injusticia por culparla de la guerra y el dolor del amor me destrozaba.

Hay que controlar.

Si te invaden las emociones, estás perdida. La palabra tiene una fuerza tan grande que pronunciar según cuáles te puede hacer llorar. En Helena de Troya me pasaba cada día.

¿Qué hace que le salten las lágrimas?

Lo vulnerable: los ancianos, y la crueldad con los animales. Hay algo en la fragilidad, el que necesita de otro, que me parte el alma. Lo que ha pasado en la pandemia con la tercera edad me parece insoportab­le y cruel.

Se prodiga usted poco por los medios.

Soy muy tímida. Actuando se expone el personaje, no tú, pero con lo que no cuentas es con la popularida­d, ese es otro tema.

Estuvo diez años interpreta­ndo a Aída en televisión.

Todo el mundo adoraba ese personaje. Tenía una audiencia de 4 y 5 millones todas las semanas. El éxito vino antes, pero la popularida­d me llegó con ella.

¿Y cómo reaccionab­a la gente?

Te quieren porque quieren al personaje. Todavía hoy la gente sigue acercándos­e a mí por ese personaje; forma parte de mi día a día, quizá me hagan unas 60 fotos al día.

¿Le agobia?

Empezó a los 17 años como comediante ambulante de pueblo en pueblo y actuar ha sido su vida. “Soy una persona agotada. Sufro agotamient­o crónico, pero no creo que se cure dejando de hacer cosas, es algo mental”. Siempre ha llenado teatros, pero la popularida­d le llegó con su personaje televisivo Aída, que empezó siendo un secundario de la serie 7 vidas pero que acabó con serie propia y que estuvo representa­do durante diez años hasta que ella misma dijo basta. El premio Goya a la mejor actriz de reparto lo obtuvo con Ocho apellidos vascos en el 2014. El pasado año rodó seis películas, en una de ellas, La voluntaria, dirigida por Nely Reguera y todavía en cartelera, interpreta por primera vez en cine un papel protagonis­ta lejos de la comedia. En Netflix triunfa con la comedia Amor de madre y acaba de estrenar Llenos de gracia.

Estoy agradecida, pero es muy asfixiante y no siempre tienes la energía para poder complacer. Llega un momento que no sales de casa, ese es el daño colateral.

No debe ser fácil.

Acabas teniendo fobia social, yo la tuve hasta que aprendí a decir “este no es el momento”, pero sigues esquivando los lugares públicos. También aparezco en la película más taquillera de este país: Ocho apellidos vascos.

¿Qué le ha enseñado la vida?

No tengo tiempo de analizarme. A menudo he tocado fondo, pero me parece que es bueno, hay que empujarse hacia abajo para que el efecto rebote sea más poderoso.

¿Qué le ha llevado a tocar fondo?

Hay partes de la vida que todavía no he ocupado porque he dedicado todo mi tiempo a mi trabajo. Cuando ruedas una película, trabajas 15 horas diarias, y el año pasado rodé seis películas.

Eso es mucho.

Sí. Hay que pasar más rato con uno mismo, me parece un acto de generosida­d hacia los demás. Si me pregunta qué superpoder deseo le diría que ser invisible, y eso te lo permite ser actor, porque el personaje y yo no cabemos en el mismo cuerpo.

¿Qué le ha ayudado a superar los malos momentos?

Cuando lo tienes aparenteme­nte todo y te sientes mal, probableme­nte lo que tienes que hacer es quitar cosas.

¿Dónde está la alegría?

Para mí la alegría es muy colectiva, me encanta estar en un estadio de fútbol, en un concierto, todos a una. Y cuando ves a la gente contenta, tú estás contenta.

¿Qué le divierte?

La gente, salir... Siempre he tenido la necesidad de estar muy acompañada. Antes tenía más miedo a la soledad, pero ahora me encanta estar sola y hablo mucho sola.

¿Habla sola en voz alta?

Sí. La época de la mascarilla me fascinó porque podía ir por la calle hablando conmigo misma. En casa lo hago muchísimo. Yo nunca he hecho terapia y supongo que esa es mi terapia: escucharme a mí misma.

Han montado una organizaci­ón para que las actrices denuncien los abusos.

Yo no me he visto en esa tesitura, pero he trabajado con directores tiranos; aunque a mí un grito no me molesta, no me he sentido agredida, ahora sería impensable.

¿No le molestaba que le gritaran?

He estado en manos de grandes maestros muy vehementes, y sigo sintiéndom­e afortunada por haber trabajado con ellos. Incluso me han tirado cosas a la cabeza, pero no me lo tomaba como algo personal.

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