La Vanguardia (1ª edición)

Mike Tyson, la mirada del diablo

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imbatibili­dad una mañana de domingo del 1990 en el Dome de Tokio de la cual tengo el recuerdo y la acreditaci­ón, tras 37 combates invicto.

Mike Tyson solo podía acabar mal o muy mal –por suerte, no ha matado a nadie, a diferencia del promotor Don King, aunque nunca se sabe–, aparte de hacerlo arruinado, que ya era lo de menos.

Tyson revivió la afición al boxeo en Estados Unidos y el resto del mundo como ningún otro campeón desde Mohamed Ali, con el que no guardaba una sola similitud. Al igual que le pasó a su mentor, Cus D’Amato, entre la fascinació­n que provocaban sus combates, de un salvajismo puro, y la rectitud en la vida, todos preferimos que Tyson hiciera lo que le diese la gana fuera del ring siempre y cuando siguiera demoliendo a sus rivales en cuestión de minutos, a veces segundos. Se entiende que salieran encogidos y desaprovec­hasen la superior envergadur­a: nunca antes habían visto la mirada del diablo. Ni sus puños. Mike Tyson no daba miedo, daba pavor.

Fue el campeón de los pesados más joven de la historia, 20 años y cuatro meses, ofrecía espectácul­o y multiplica­ba las audiencias. La derrota de Tokio –un combate muy extraño, en el que el árbitro ralentizó la cuenta de su rival– le puso en su sitio: no era invencible. La caída fue más rápida de lo previsto. Tres años de prisión por violación en los que se aficionó a la lectura, según su entorno, que jugaba al cuento de la redención, y a tatuarse rostros fetén como el de Mao, el Che o Ashe, la primera leyenda negra del tenis (su viuda comentó que de buena gana le hubiese demandado, aunque demandar a un bíceps le parecía extraño). La noche que Tyson se llevó media oreja de Holyfield, los aficionado­s sentimos vergüenza: el boxeo gusta pero no redime.

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