La Vanguardia (1ª edición)

El deporte no solo nos ofrece un refugio, nos da una visión de un mundo más ordenado y más justo

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Somos los afortunado­s de la tierra los que hemos vivido en los países ricos de Occidente durante el último medio siglo. Ha sido el periodo más próspero, más saludable y más pacífico de la historia humana. De repente mucho indica que este inusual estado de relax va a cambiar, que no estamos lejos de volver al modo por defecto de penuria y barbarie. Menos mal que tenemos las batallas sin sangre del deporte como anestesia para olvidar, aunque sea solo por un rato, que las economías se hunden y el mundo parece estar al borde de irse al carajo.

La épica misión que se propone Rafa Nadal de ganar cuatro torneos Grand Slam en un año nos distrae de la terrorífic­a realidad de que uno de los dos arsenales nucleares más grandes del mundo está en manos de un trastornad­o, uno de esos que entran en una escuela con un rifle y matan a una docena de niños, pero, como dice que está en guerra, nadie lo mete en la cárcel, o en un sanatorio psiquiátri­co.

Pena que no hay fútbol justo ahora cuando más lo necesitamo­s, pero tenemos como consuelo el divertimen­to de la telenovela veraniega de los fichajes para desviar la mirada de la reunión más bélica de la OTAN en décadas, la que se está llevando a cabo ahora en Madrid. Especular sobre la llegada o no del veterano Lewandowks­i al Barça ofrece una grata alternativ­a a reflexiona­r sobre la posibilida­d de violencia y caos en el otro país con un arsenal nuclear gigantesco, la que preside otro veterano, en este caso uno que hace tiempo que dejaron de meter goles, o de saber a qué portería tirar.

El deporte no solo nos ofrece un refugio, también nos da una visión de un mundo más ordenado y más justo. Más ordenado porque las reglas de juego están claras. Si pierdes un partido, lo perdiste. No te puedes pasar meses o años disputando el resultado, convencien­do a decenas de millones de que realmente fuiste tú el ganador, como hace Donald Trump con las elecciones presidenci­ales del 2020.

El deporte es más justo que la política porque los que llegan arriba son los buenos. El deporte es una meritocrac­ia casi tan limpia como las matemática­s. Un

“Te daré refugio de la tormenta”

Bob Dylan

equipo de fútbol tiene que ganar partidos; un gobierno tiene que ganarse los corazones de los votantes. El equipo de fútbol que gana un campeonato es el que mejor ha jugado a lo largo de una temporada. El partido político que gana unas elecciones puede que sea un buen gestor de gobierno, pero su habilidad para venderse, su manejo de las teclas populistas, va a ser más determinan­te. El deporte es empírico; la democracia es emocional.

Un deportista que llega a la cima lo ha hecho porque está equipado para enfrentars­e a todos los retos que se le presentan. El futbolista top debe tener un excelente control del balón, una amplia visión de juego, una relación telepática en el campo con sus compañeros, la fuerza mental para no hundirse cuando el resultado va en contra. Y mucho más.

Un político llega al poder porque tiene un ego hambriento y sabe los trucos para

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