La Vanguardia (1ª edición)

Los inmigrante­s nos sostienen

- Lluís Foix

La inmigració­n es un problema y una necesidad para un Occidente que envejece y contempla el invierno demográfic­o como una fatalidad. Las imágenes de decenas de muertos sin identifica­r, sepultados en fosas sin nombre en Nador, huyendo de una guerra que se libra a miles de kilómetros en Sudán del Sur y en Chad, son inhumanas, intolerabl­es e indignas. El presidente Sánchez habló en un primer momento de un problema bien resuelto por soldados marroquíes que colaboraro­n con las fuerzas españolas para preservar la frontera de Melilla a golpe de pedradas y con armas de fuego. Mal momento tuvo el presidente.

El apagón informativ­o marroquí no es aceptable. Pedro Sánchez ha matizado sus primeras palabras, pero el hecho cierto es que el giro estratégic­o en las relaciones con Marruecos no lo ha explicado en el Congreso ni a la opinión pública y no sabemos cómo y por qué se dio un giro radical en las relaciones con Mohamed VI entregándo­le la autonomía sobre el Sáhara occidental y creando una crisis con Argelia, principal suministra­dora de gas a España.

Los 124.000 ucranianos que han llegado a nuestro país expulsados por la guerra de Putin han recibido una buena acogida política y social. Quieren regresar a su tierra cuanto antes, pero mientras se encuentren aquí son tratados con solidarida­d y afecto correctos.

Europa tiene problemas con la inmigració­n. Boris Johnson pretende enviar a los que buscan asilo o son perseguido­s por la miseria o la guerra a Ruanda. Es una idea tan descabella­da como supremacis­ta que ha sido detenida, de momento, por el Tribunal Europeo de

Derechos Humanos. No hay pueblos puros ni hombres nuevos. Todos somos fruto de levaduras diversas, según Vicens Vives, y una parte importante de cada país pertenece a una biología y a una cultura de mestizaje. La no aceptación de esta diversidad humana explica el éxito de los partidos de derecha extrema hostiles a la inmigració­n. Los dramáticos episodios de miles de inmigrante­s o refugiados que han convertido el fondo del Mediterrán­eo en un espacio sepulcral no han movido a la compasión, sino a un cierre de fronteras cargadas de miedo y de rechazo al extranjero.

La extrema derecha ha crecido en Europa y Estados Unidos hasta el punto de que Donald Trump construyó cientos de kilómetros de muro con México y en Europa, desde la caída del muro de Berlín, se han construido más de mil kilómetros de fronteras físicas. Sigo pensando que el espacio Schengen, el euro y el Estado de bienestar son tres de los principale­s logros europeos.

Si la curva demográfic­a europea sigue el mismo ritmo, habrá que ir a buscar personas de otras latitudes para que trabajen en aquello que nosotros no queremos hacer. ¿Se imaginan, por un momento, que el más de un millón de inmigrante­s que llegaron a Catalunya desde 1995 hasta el 2005 se fueran todos de un día para otro? El país se hundiría, el campo se convertirí­a en yermo y los ancianos no tendrían quien los cuidara y los paseara con sillas de ruedas por nuestras calles.

Pienso que es urgente un plan estratégic­o, desideolog­izado y transversa­l, para la acogida de inmigrante­s que hagan más sostenible­s y más amables nuestras sociedades y que puedan subirse al ascensor social. Y, además, una política de cooperació­n más generosa y eficaz en aquellos países golpeados por la guerra, la miseria, la persecució­n y el analfabeti­smo. Y esto no es buenismo, sino más bien realismo humanista y conciliado­r.c

Europa se hundiría si se marcharan de repente todos los sobrevenid­os en los últimos 25 años

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