La Vanguardia (1ª edición)

Los vecinos se van, pero la ciudad se queda, y es una ciudad hervida

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pasajero y, finalmente, solo fuera un espejismo incómodo y efímero de una Barcelona sucia.

Como si un día nos fuéramos a levantar y nos hubieran quitado, por fin, el decorado cutre para volver a ponernos el de hace treinta años: las gloriosas Olimpiadas del 92.

En la inocencia propia del urbanita pensamos que un día sonará el despertado­r, R. sacará el jazmín a la azotea y buscará Radio Olé en el dial y Barcelona volverá a ser lo que era. Sin chancletas de turista, sin bocinazos, sin la tortura auditiva de las ruedecitas de maletas en manada, casi como en el bendito confinamie­nto.

Pero el deseo no es vinculante. Los vecinos se van y la ciudad se queda. Merece ser cuidada. Cualquier día de estos a R. dejaremos de verla, sus pasos en la acera los copiarán sus nietos, pero la ciudad seguirá acogiendo, resignada, a quien la pisa.c

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