La Vanguardia (1ª edición)

¿Una alianza moral?

- Francesc-Marc Álvaro

Cuando Putin ordenó la invasión de Ucrania, en febrero, una de las escenas más surrealist­as que pudimos contemplar en Barcelona y Madrid fue la de esas manifestac­iones en que algunos sectores de la izquierda exhibían pancartas contrarias a la OTAN y denunciaba­n a EE.UU. Esa gesticulac­ión era tan absurda que apenas invitaba a polemizar con aquellos que la llevaban a efecto. Caían sin cesar las bombas rusas sobre la población ucraniana y los más puros de la progresía nostálgica mostraban su cinismo biempensan­te, no menos corrosivo que el de aquellos que hoy –desde la izquierda y la derecha– callan ante la ignominia de las muertes de inmigrante­s en la frontera de Melilla.

La cumbre de la OTAN en Madrid ha vuelto a sacar de paseo el fantasma de esa izquierda extraviada entre un pasado cerrado sin autocrític­as y un presente que rompe previsione­s. No estará de más recordar que el referéndum sobre la permanenci­a de España en la Alianza Atlántica fue la batalla más agria para todas las izquierdas que habían superado la transición. Podemos ha mantenido la llama de los que perdieron esa consulta convocada por González, como un tributo a la lógica discursiva de una guerra fría que –carambolas de la historia– dio oxígeno a la dictadura de Franco.

En Catalunya –donde ganó el no a la OTAN como en Euskadi, Navarra y Canarias– están arraigados viejos prejuicios según los cuales los estadounid­enses siempre tienen la culpa de nuestra suerte, tanto si apuestan –como ahora– por ampliar el potencial de la OTAN como si se desentiend­en de Europa, como hizo la administra­ción Trump. Que un partido como ERC –que pretende consolidar­se como una opción capaz de actuar desde la centralida­d– emita un discurso sobre la OTAN similar al de los podemitas es incongruen­te.

En noviembre del 2019, Macron afirmó que la OTAN estaba “en muerte cerebral”. Los fracasos contra el terrorismo yihadista –especialme­nte en Afganistán– contribuye­ron a su declive. La apuesta de Putin por una guerra clásica ha dado energía, cohesión y sentido a una estructura que no estaba pensada para el nuevo desorden global. Pero el debate de fondo es inaplazabl­e: se repite que el horizonte deseable es la autonomía estratégic­a europea, que el Viejo Continente no sea dependient­e de los vaivenes del Tío Sam. ¿Quién puede negarlo? Aunque ello implicaría más consensos y mucha más inversión en defensa de todos los estados europeos. ¿Estamos dispuestos?

Los habitantes del centro y del este de Europa entendiero­n mejor que nosotros de qué va la OTAN. Así lo resumió en 1998 Václav Havel, el presidente checo: “Para mí, la OTAN no es un mero trato de compravent­a o una relación mercantil, sino una expresión de espíritu. El espíritu del amor por la libertad, el espíritu de la solidarida­d, el espíritu del deseo de proteger conjuntame­nte nuestra riqueza cultural, el espíritu de una alianza que no es oportunist­a, sino marcadamen­te moral”. Son palabras sabias, que suenan bien y que deberían inspirar la cumbre de Madrid.

Pero este ideal, como los valores democrátic­os que se invocan al ayudar a los ucranianos, parece desdibujar­se cuando se toleran ciertas políticas de Turquía, cuyo visto bueno ha sido esencial para la futura incorporac­ión de Suecia y Finlandia a la OTAN. ¿Cuál es el precio que hemos pagado por este ejercicio de realpoliti­k? ¿Es esperar demasiado que la alianza moral que soñaba Havel sea la nueva realidad de una maquinaria militar nacida de los grandes miedos del siglo XX?c

El ideal de la OTAN parece desdibujar­se cuando se toleran ciertas políticas de Turquía

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