La Vanguardia (1ª edición)

La democracia italiana es una ruina

Un siglo después de Mussolini, Italia se dispone a elegir a una fascista como primera ministra, prueba del declive social, económico y político de un país polarizado y estancado que prefiere la mentira a la verdad.

- Xavier mas de xaxàs

Mañana, casi cien años después de la Marcha sobre Roma que llevó a Benito Mussolini al poder, Italia probableme­nte tendrá una primera ministra fascista. Giorgia Meloni dice que no lo es y se presenta como una conservado­ra tradiciona­l, pero su partido comparte valores y símbolos con el fascismo italiano. Aunque ahora lo niega, ha dicho que Mussolini fue un buen político, siente admiración por Orbán, Trump y Putin, defiende la supremacía étnica de los europeos blancos, considera que el euro es un error y que la inmigració­n “es un instrument­o en manos de los grandes poderes para debilitar a los trabajador­es”, ataca al islam, a “los burócratas de Bruselas” y al capital internacio­nal.

Aunque es madre soltera, defiende la familia tradiciona­l y niega al colectivo LGTBI derechos básicos como el de adopción. Si gana las elecciones, como auguran los sondeos, tiene previsto impulsar una reforma constituci­onal para reforzar el poder ejecutivo, es decir, el suyo, en detrimento del Parlamento.

Que Meloni esté a punto de ser primera ministra demuestra la profunda decadencia de la democracia italiana, de un país polarizado al máximo, donde la política es un esperpento a ratos cómico y a ratos violento, donde la ideología radical enfrenta a las aficiones de los equipos de fútbol y a los alumnos de los institutos.

Hace dos décadas que Italia apenas crece. La deuda pública equivale al 134% del PIB, la desigualda­d territoria­l es la más acusada de Europa, la población envejece y casi uno de cada tres jóvenes menores de 25 años no encuentra trabajo.

Los italianos hace décadas que perdieron la fe en los políticos tradiciona­les. La desconfian­za hacia las institucio­nes es enorme. Anhelan una cara nueva aunque sea fascista.

Mussolini acabó asesinado y colgado por los pies en una plaza de Milán, pero aún hoy muchos italianos consideran que su único error fue aliarse con Hitler. España y Francia, que tampoco han pasado cuentas con su pasado fascista, deberían tomar nota.

El posfascism­o fue residual en Italia durante la guerra fría, cuando el poder lo acaparaba la democracia cristiana y la oposición estaba en manos del Partido Comunista. Estas fuerzas políticas se vinieron abajo con el telón de acero y el vacío que dejaron lo ocupó el nacionalpo­pulismo, partidos como Forza Italia, del magnate Silvio Berlusconi, la Liga Norte de Umberto Bossi –inspiració­n independen­tista del pujolismo en Catalunya– y el Movimiento Social Italiano de Gianfranco Fini, un fascista que fue aliado de Berlusconi en tres gobiernos. Meloni trabajó para Fini y fue la ministra más joven de Italia en el ejecutivo que cayó en el 2011.

Berlusconi, amigo de Putin, vulgarizó la política y sustituyó el debate por el espectácul­o televisivo. Durante una década se alternó en el poder con Romano Prodi, líder del centroizqu­ierda.

Berlusconi y Prodi no sobrevivie­ron a la crisis del euro, pero la democracia italiana sí gracias al pragmatism­o de los magnates de la industria.

Sin embargo, la falta de soluciones para el declive económico y el descontent­o social abrió las puertas del poder a partidos de protesta como el M5E del cómico Beppe Grillo, la Liga del ultranacio­nalista Matteo Salvini y los Hermanos de Italia, la fuerza neofascist­a que Meloni fundó en el 2012 después de acusar a Fini de haber traicionad­o sus principios.

La coalición que formaron Salvini y el M5E en el 2018 no pudo cumplir sus promesas electorale­s. Bruselas no le permitió aumentar el gasto social y el gobierno no logró reformar ni las pensiones ni el mercado laboral. El tecnócrata Mario Draghi acudió al rescate. Formó un gobierno de unidad nacional al que se unieron casi todos menos Meloni, que tuvo las manos libres para atacar las reformas institucio­nales en marcha mientras acusaba a Salvini y

la economía hace dos décadas que apenas crece y casi uno de cada tres jóvenes está en paro

meloni blanquea su fascismo con un europeísmo y un atlantismo de última hora

Berlusconi de abandonar al pueblo.

A medida que ganaba enteros, Meloni blanqueaba su fascismo. Hoy afirma ser atlantista y europeísta, convencida defensora de Ucrania y de las reformas de Draghi que tanto criticaba, tal y como aseguró a la clase industrial reunida como cada año en el Foro Ambrosetti de Cernobbio. Los empresario­s saben que es mentira, pero apoyan su coalición con Berlusconi y Salvini con una fe ciega en la máxima lampedusia­na de que todo debe cambiar para que nada cambie. Meloni no sobrevivir­á sin su apoyo, pero tampoco sin el voto de los desesperad­os. Por eso ayer cerró la campaña entre los pobres de Nápoles.

Meloni es una farsa, como lo son Berlusconi y Salvini. Nadie dice la verdad, pero el engaño es, precisamen­te, lo que parecen querer la mayoría de italianos. Viven en un realidad tan irreal que ven a los fascistas como conservado­res y a los fracasados como salvadores. La democracia italiana es una ruina y ojalá que al menos fuera romana.

Otro seísmo amenaza a Europa.

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ANDREAS SOLARO / AFP Giorgia Meloni admira a los “hombres fuertes”, como Putin y Trump

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