La Vanguardia (1ª edición)

Las exequias de un imperio

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La liturgia antigua y solemne que ha acompañado con toda justicia a la reina Isabel II desde Balmoral a Windsor, pasando por Edimburgo y Londres, ha evocado también algo extinguido hace décadas, pero que aún perdura vivo en la memoria de muchos británicos: el imperio. Es lógico: pocas naciones, si las hay, tienen tanto respeto a su tradición y un sentido tan vivo de la historia como Gran Bretaña. Se asemeja en esto a la antigua Roma, donde las mores maiorum (las costumbres de los antepasado­s) vertebraba­n la vida de sus ciudadanos y su sistema jurídico. Lo que no impedía una rápida adaptación a las circunstan­cias cambiantes, efectuada siempre –¡eso sí!– con un alarde de respeto formal a la tradición. Continuida­d en las formas y cambio en el fondo. Un ejemplo cabal de este modo de hacer lo tenemos en la estructura del imperio romano, bajo el que subsistier­on formalment­e las institucio­nes republican­as, si bien protegidas por un imperator, que asentaba de hecho su poder en solo dos institucio­nes: el ejército (el poder coercitivo) y las provincias (de dónde venía el dinero). Tan es así que –según Suetonio– Calígula dijo alguna vez, para ridiculiza­r al Senado, que nombraría cónsul a su caballo.

En efecto, hasta la caída de la república romana en el siglo I a.C., Roma estuvo gobernada por una oligarquía agraria que controlaba el Senado, si bien los cargos públicos anuales eran elegidos por todos los ciudadanos, lo que hacía que los patricios tuviesen que solicitar el favor de los votantes. Cicerón, siempre proclive a alabar la sabiduría de los antepasado­s, se congratula­ba de que Roma poseyese un sistema idealmente equilibrad­o que evitaba aquellos extremos de democracia y oligarquía que habían debilitado a Grecia. Es evidente que este sistema de “constituci­ón mixta” tiene una fuerte similitud con la forma de gobierno representa­tivo que se desarrolló en Gran Bretaña los siglos XVII y XVIII, influyendo en la teoría y la práctica política británicas. Para los políticos ingleses era natural pensar en términos ciceronian­os: así, otium cum dignitate es mi objetivo, dijo lord Chesterfie­ld a su hijo tras dimitir (carta del 9 de febrero de 1748). De lo que resulta que lo más importante del legado de Roma –según Richard Jenkyns– es la combinació­n del absolutism­o con un sistema representa­tivo altamente evoluciona­do.

El imperio británico, que había alcanzado su clímax durante la época victoriana, quedó herido de muerte tras la Segunda Guerra Mundial. La alianza bélica con Estados

Unidos fue un abrazo sofocante impuesto por la necesidad, dice Niall Ferguson. La deuda era de 26.000 millones de dólares. Los funcionari­os británicos enviados a negociar a Estados Unidos, dirigidos por Keynes, fracasaron. La suerte estaba echada. En palabras de un americano “Estados Unidos era una potencia que llegaba y Gran Bretaña una que se iba”. La evidencia de la caída fue el fiasco de Suez, tras la nacionaliz­ación del canal por Naser; y, a partir de ahí, el desmembram­iento imperial se produjo con una celeridad sorprenden­te y con el lenitivo transitori­o de la Commonweal­th. Había costado tres siglos construir el imperio y solo se tardó tres décadas en desmantela­rlo. Isabel II vivió este proceso de principio a fin con dignidad extrema. Esta misma dignidad, apoyada por la preservaci­ón de un rito y una pompa imperiales, ha producido quizá en los británicos la ilusión de que nada esencial había cambiado. El Brexit sería buena prueba de ello. Pero nada es igual, y es cierta una frase de Dean Acheson (en 1962): “Gran Bretaña ha perdido un imperio y no ha hallado todavía un papel”.

Como escribió George Orwell (England, your England), todo pasa “pero Inglaterra seguirá siendo Inglaterra, un animal eterno de vida pasada y futura”, porque tener un futuro presupone ser fiel al pasado, algo que Inglaterra, como antes Roma, sabe hacer muy bien. Y en esta fidelidad al pasado se inscribe la liturgia de estos días, que va más allá de la despedida a Isabel II y celebra las exequias por un imperio desvanecid­o en cuya memoria se inscribe también el futuro.c

Tener un futuro supone ser fiel al pasado, algo que Inglaterra sabe hacer muy bien

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