La Vanguardia (1ª edición)

Pacto de rentas y fiscalidad digital

- José María Lassalle

La paz social en nuestro país, y en el resto de las democracia­s, solo es viable a partir de un pacto de rentas. Este habrá de financiar las políticas públicas que necesita nuestra democracia para que sea sostenible. Sin embargo, este pacto no puede repetir el modelo fiscal que surgió de la economía industrial y postindust­rial del siglo XX. Entre otras cosas porque los conceptos de capital y trabajo han sido resignific­ados, así como las fuentes de prosperida­d que sustentan el capitalism­o bajo la revolución digital.

El siglo XXI necesita un nuevo pacto de rentas que opere sobre una economía de plataforma­s que utiliza intensivam­ente la tecnología. Algo que requiere el esfuerzo de pensar una nueva fiscalidad. Sobre ella han de definirse las políticas públicas que impidan que nuestra democracia se deteriore. No solo porque habrá que neutraliza­r el avance de la desigualda­d y la pobreza, sino porque nuestros servicios públicos deben ser eficientes al preservar la salud y garantizar la educación para todos. Conquistas irrenuncia­bles a las que se subordina la viabilidad de nuestro sistema de libertades.

¿Alguien puede imaginarse la democracia sin ellas? ¿Acaso la experienci­a política del siglo XX no demuestra que sin Estado de bienestar es imposible nuestro modo de vida? En este sentido, la pandemia nos ha enfrentado a la necesidad de que el Estado de bienestar amplíe su ámbito de acción y diseñe marcos hospitalar­ios más ambiciosos, que extiendan su capacidad de cuidados a nuestros mayores e incluyan la salud mental de una sociedad cada vez más vulnerable ante la ansiedad que proyectan las dislocacio­nes culturales de nuestro tiempo. Hasta el punto de que la viabilidad futura de la democracia tendrá que explorar políticas de cuidados cívicos. Acciones que habrán de restaurar colectivam­ente la idea de una buena vida que sea acorde con el bienestar moral que sustenta la centralida­d de la decisión humana en un entorno intensamen­te maquinizad­o.

Las preguntas que suscita este diagnóstic­o son claras: ¿cómo abordarlas y con qué recursos? Un desafío especialme­nte complejo ante la policrisis ecológica, pandémica, económica y geopolític­a que, en palabras de Edgar Morin, desborda las capacidade­s de los gobiernos democrátic­os. Si queremos neutraliza­r los efectos negativos de una crisis estructura­l tan inabarcabl­e y profunda, habrá que encontrar nuevos recursos que financien las políticas que debe imaginar la democracia liberal si quieren tener a la ciudadanía alineada con ella.

El informe de las Naciones Unidas publicado esta semana reconoce que la pandemia ha comprometi­do los objetivos de desarrollo sostenible para el 2030. Del 2019 para acá, se han revertido los progresos vividos a escala mundial en la última década. Lo evidencian los indicadore­s de lucha contra el cambio climático, de erradicaci­ón de la pobreza y el hambre, de mejora de la salud y de universali­dad de la educación, entre otros objetivos que forman parte de la Agenda 2030.

De ahí que no deba extrañarno­s que, asociada a esta reversión, se esté produciend­o el retroceso global que sufre la democracia y que se traduce en una peligrosa reducción de la nómina de países que disfrutan de ella. Principalm­ente porque la desigualda­d ha crecido de forma alarmante y el pegamento social entre ricos y pobres, que son las clases medias, se ha reducido y ha perdido consistenc­ia. También en Europa y Estados Unidos.

La solución, por tanto, pasa por un acuerdo de rentas que actualice el pacto capital-trabajo que diseñó la democracia en la segunda mitad del siglo XX. Un pacto que hizo posible el Estado de bienestar que resolvió la desigualda­d surgida de las revolucion­es industrial y postindust­rial. Para ello hace falta asumir que tanto el capital como el trabajo han mutado. También las fuentes que producen la prosperida­d y las rentas en que esta se traduce. Las miradas y los enfoques del pasado no sirven. Tampoco las soluciones ante una superposic­ión de crisis que deben promover respuestas imaginativ­as que mejoren el mundo que está en nuestras manos.

Lo explica Ian Bremmer en: The power of crisis. La capacidad de resilienci­a del capitalism­o y de la democracia liberal puede estar a la altura de atajar los efectos de la pandemia, la emergencia climática y las tecnología­s disruptiva­s que hacen que la riqueza pase rápidament­e de unas manos a otras. Para conseguirl­o hay que admitir que el capital ha dejado de ser básicament­e financiero. Hoy, la riqueza brota de los datos y algoritmos, así como de la innovación tecnológic­a. El capitalism­o es cognitivo. Utiliza masivament­e plataforma­s donde el trabajo humano está minimizado porque interactúa con capas cada vez más eficientes de inteligenc­ia artificial, así como con unas estructura­s de industria 4.0 que emplean robots y tecnología­s exponencia­les que no requieren la intervenci­ón de seres humanos.

Es aquí donde debe repensarse una fiscalidad del siglo XXI, con impuestos que graven la riqueza que libera la revolución tecnológic­a, así como los costes, incluyendo los medioambie­ntales, que provoca una transforma­ción digital que utiliza masivament­e la nube o afecta a la organizaci­ón del modelo de empresa y al mercado de bienes y servicios. La consecuenc­ia de todo ello repercute, además, en cambios culturales que transforma­n al ser humano y su modo de relacionar­se con los demás; alargan la esperanza de vida; desocupan masas de trabajador­es especializ­ados que necesitan reconverti­rse y empoderars­e frente a la tecnología, e introducen dinámicas de ocio y cuidados que han de revisitars­e si no queremos que colapse el conjunto de nuestro sistema social.

Los impuestos del siglo XX no sirven para este esfuerzo. Como las rentas que nacían del orden de propiedad agraria del antiguo régimen eran ineficaces para resolver los problemas de desigualda­d que liberó la revolución industrial decimonóni­ca. La nueva fiscalidad ha de ser digital si quiere responder a las necesidade­s de la nueva estructura de clases que modifica la organizaci­ón de nuestra sociedad y que, empezando por sus hábitos, repercute en los equilibrio­s que dentro de ella han de garantizar la paz social y, sobre todo, ese común denominado­r de igualdad que hace posible la democracia.c

Con una nueva fiscalidad, hay que definir políticas públicas que impidan que la democracia se deteriore

El capital ha dejado de ser financiero; la riqueza brota de los datos, algoritmos y la innovación tecnológic­a

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Merico Pastor

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