AVANCE EDITORIAL
Hacia las siete de la tarde del 1 de octubre, el teléfono de Esteban González Pons, eurodiputado del PP y vicepresidente del Grupo del PPE, empieza a echar humo. Varios de sus compañeros de bancada, eurodiputados extranjeros de su grupo, le llaman bajo el impacto de las imágenes de la violencia policial en Catalunya. Consideran imposible que no se aborde el referéndum en el pleno de la Eurocámara la siguiente semana. La llamada definitiva es del alemán Manfred Weber. La situación se desborda por momentos. González Pons se lo comunica a Rajoy. El debate sobre el 1-O en Estrasburgo parece inevitable. El Gobierno español se moviliza a través del presidente del Parlamento Europeo, Antonio Tajani, fundador del partido Forza Italia. González Pons propone cambiar el enunciado del punto de debate y sustituir la referencia al referéndum por una que aborde “Constitución y Estado de derecho” en España. Tajani hace gestiones para que sea posible y, de paso, habla también con los periodistas italianos para ir matizando su punto de vista. El Gobierno español obtiene el apoyo de socialistas y liberales. E incluso la aquiescencia de Los Verdes e Izquierda Unitaria al añadir la coletilla “y derechos fundamentales”. También logran que el debate se desarrolle de forma que solo pueda intervenir una vez cada portavoz, lo que impide que tomen la palabra otros eurodiputados españoles y que se lleve la discusión hacia la cuestión de la independencia. El debate tendrá lugar así el día 4 de octubre. Jorge Toledo, secretario de Estado para la Unión Europea, se planta en Bruselas y despliega una actividad frenética. Toledo, que más adelante, bajo gobierno de Pedro Sánchez, se convertiría en embajador de la UE ante China, se emplea a fondo en las negociaciones para acotar las consecuencias del 1-O en las instituciones comunitarias. Se piden favores a otros países. Y los favores en Bruselas siempre se acaban pagando. O intercambiando, úsese el término que se prefiera. El Ejecutivo hace el trabajo que casi no ha hecho en los últimos tres años. Entre las pocas sesiones organizadas por el Gobierno español para explicar a la prensa extranjera su punto de vista ante el conflicto catalán figura una visita de Íñigo Méndez de Vigo, ya ministro de Educación, en mayo de 2017, a Bruselas, enviado por Rajoy. El encuentro con los informadores fue fatal para los intereses de Madrid. Méndez de Vigo, un europeísta conocedor del entramado comunitario, expone razonamientos legales, constitucionales, pero se encuentra con unos periodistas que le preguntan sin cesar sobre cómo vehicular la expresión de los sentimientos de miles de catalanes que quieren construir su propio país y sobre su derecho a decidirlo en las urnas. Pero ahora el PP se mueve con rapidez. Enseguida se establece una alianza entre los eurodiputados españoles contrarios a la secesión: el popular González
Juncker vuela a India y deja escrito un discurso cuya alusión a Catalunya está a punto de provocar un seísmo
Pons, los socialistas Ramón Jáuregui e Iratxe García, y el de Ciudadanos, Javier Nart, adscrito a los liberales. Este último caso no es menor, ya que ese grupo está presidido por Guy Verhofstadt, ex primer ministro belga de origen flamenco y con cierta simpatía por movimientos independentistas como el catalán. Aunque Ernest Urtasun, de los comunes, está adscrito al grupo de Los Verdes, no se saldrá de la petición de diálogo y la crítica a las cargas policiales. De hecho, durante el pleno, solo Nigel Farage, del Partido del Brexit, expresará su apoyo nítido a los independentistas. El Gobierno de Rajoy conjura así el riesgo de que el Parlamento Europeo acabe pronunciándose en defensa de un referéndum o de una mediación que equipare a Catalunya y España como dos entes al mismo nivel de reconocimiento internacional. Pero a partir de ese momento, en la Moncloa saben que el flanco europeo está en una situación muy débil. Y caen en la cuenta de que solo se han movido en el Europarlamento y es preciso pulsar el estado de ánimo en otra institución comunitaria, la Comisión. Y ahí van a tener otra sorpresa. El presidente de la CE, JeanClaude Juncker, está volando hacia la India ese 4 de octubre de 2017. En Bruselas ha dejado un discurso para que, en su ausencia, lo lea el vicepresidente Frans Timmermans. El texto ha sido redactado por el todopoderoso jefe de gabinete de Juncker, el alemán Martin Selmayr, conocido como el Monstruo incluso por su propio superior por su enorme capacidad de trabajo y de control de todo lo que pasa a su alrededor. Selmayr, a quien le ha llegado la inquietud europea por la violencia policial del 1-O, ha introducido en
Londres pide a Madrid que, a cambio de su apoyo, se vete un eventual ingreso de Escocia en la UE
el discurso una referencia al conflicto catalán. Conocedor de todos los entresijos de la Comisión, este alto funcionario tiene fama de mover a su antojo los hilos de la institución, de ser un negociador implacable, capaz de sacar de sus casillas al más templado. En el texto que debía leer Juncker, Selmayr ha escrito que la Comisión Europea se ofrece a mediar entre
España y Catalunya. Y su jefe lo ha validado antes de partir de viaje. Los socialistas dan la voz de alarma. Se enteran de ese contenido porque el discurso está ahora en manos de Timmermans, que pertenece a su grupo político. Avisan al grupo popular, que a su vez telefonea a Madrid. Jorge Toledo,