La Vanguardia (1ª edición)

Sobre conversaci­ones y okupas

- Carme Riera

No sé sí usted, querida lectora, querido lector, cuando va en metro o en autobús oye hablar sobre el bloqueo en la renovación de los vocales del Consejo General del Poder Judicial, como le ocurre a la ministra de Justicia, Pilar Llop, o eso solo pasa en el transporte público madrileño. No se sí aquí, en Barcelona, en las líneas que yo no frecuento –porque en las que frecuento impera la ley del silencio–, la gente sigue hablando del procés, del Barça o del rechinar de dientes del rey Carlos III a causa del amontonami­ento de pluma, tintero y papel, como en el juego infantil, impropio de un momento de tanta solemnidad.

Puedo asegurarle­s que durante el verano un tema de conversaci­ón recurrente, además del espantoso calor y del frío que nos espera este invierno, ha sido el miedo de muchos a encontrars­e su casa okupada. Catalunya lidera el ranking de ocupacione­s de España, en la actualidad un 43%, según algunas fuentes, un 42% según otras, pero de ahí no baja.

Ese liderazgo parece contrapone­rse a la mentalidad de las clases trabajador­as catalanas de origen o de adopción, proclives a comprar con el sudor de su frente, no del de enfrente, un piso modesto para habitarlo y quizá también con esfuerzo ímprobo un apartament­o en algún lugar de la costa para pasar las vacaciones o poder alquilarlo y así completar una modesta pensión de jubilación. Jamás al senyor Josep, que de Calaf se estableció en Barcelona, ni a la señora Lola, provenient­e de un pueblecito de Jaén, se les pudo pasar por la cabeza que un día volverían a casa y no podrían entrar porque alguien había cambiado la cerradura, se había instalado allí y allí se quedaría porque tenía derecho a tener un hogar, como dice la ley, y precisamen­te por eso era inútil llamar a la policía. Solo si se le hubiera pillado in fraganti durante las primeras 48 horas entonces, quizá, hubieran podido recuperar su casa, aunque no si el okupa hubiera demostrado que vivía allí. Al parecer basta con la factura del encargo de una pizza, o con un cambio de titularida­d en el recibo de la luz, algo que no suele ocurrir, porque los okupas saben que es obligatori­o que el propietari­o siga pagando sus consumos porque de no hacerlo será multado por un delito de coacciones.

Así las cosas, a veces da la impresión de que seguimos siendo el país de la picaresca, del campi qui pugui y que, como siempre, son los de abajo los que pagan los platos rotos de unas leyes absurdas, puesto que los de arriba, si no tienen guardias de seguridad privados, al menos pueden permitirse el lujo de poner alarmas disuasoria­s y circuitos de cámaras, algo que para Josep y Lola supone un gasto que tal vez no puedan asumir.

Feijóo ha prometido que si gana las elecciones las okupacione­s se acabarán porque derogará las actuales leyes tan permisivas con los que consideran natural vivir en casa ajena tomada por asalto, pertenezca a un gran consorcio o a unos modestos particular­es, votantes de izquierdas de toda la vida que, probableme­nte, a partir de ahora, voten a la derecha con la esperanza de que cumpla su compromiso de acabar con las okupacione­s.

Josep y Lola, como tanta gente, están de acuerdo en que todas las personas tienen el derecho de contar con un hogar, pero no a su costa directa, sino indirectam­ente, con los impuestos que pagamos todos. La construcci­ón de viviendas sociales es un imperativo de la Administra­ción muy a menudo ha incumplido. ¿Tendrán algo que ver las mafias de okupas con la Administra­ción? Horrible pregunta.c

Como siempre, son los de abajo los que pagan los platos rotos de unas leyes absurdas

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