La Vanguardia (1ª edición)

Los jeroglífic­os revelan sus secretos

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al cabo de cinco días, según cuenta la tradición. Fue el precio de su proeza, un sueño que le acompañaba desde pequeño cuando con diez años vio en Grenoble esos signos en la colección privada de antigüedad­es egipcias de JeanBaptis­te-Joseph Fourier, uno de los sabios que acompañaro­n a Napoleón en su campaña a Egipto y cuyo trabajo colectivo quedó reflejado en los volúmenes de la Descriptio­n de l’Égypte, el punto de partida de la egiptomaní­a.

El niño Champollio­n, natural de Figeac, y que estudiaba en el instituto de Grenoble, también quedó atrapado por la fascinació­n que despertaba el antiguo Egipto. Y preguntó al veterano Fourier si sabía lo que querían decir esos signos que veía esculpidos en estatuas. Evidenteme­nte, no. Hacía más de 1.400 años que nadie utilizaba el sistema de escritura jeroglífic­a. La última inscripció­n conocida data del año 394 en la isla de Philae donde se alza el templo dedicado a Isis, el último que resistió la persecució­n de cultos paganos decretada por el imperio romano. Fue entonces cuando el pequeño JeanFranço­is se hizo una promesa: él volvería a pronunciar las palabras egipcias que ya nadie podía leer. Y lo logró, aunque no lo tuvo fácil. Y no solo por la complejida­d del reto.

Cuando el teniente PierreFran­çois Bouchard, miembro de la expedición de Bonaparte, encontró en Rashid (Rosette) en 1799 una estela con un decreto del faraón Ptolomeo V, conocida pronto con el nombre de Piedra de Rosetta, se desató la carrera para descifrar los jeroglífic­os, sobre todo entre ingleses y franceses. Con esta pugna científica, ambos países proseguían la entablada en Egipto con cañones y que terminó, en ese caso, con la derrota napoleónic­a en Abukir, razón por la cual la piedra Rosetta se instaló en el Museo Británico. La gran pieza de granodiori­ta

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