La última inscripción conocida de jeroglífico data del año 394 en la isla de Philae, donde se alza el templo de Isis
negra (casi 120 centímetros de alto y 760 kilos de peso) contenía un mismo texto con tres sistemas de escrituras diferentes. Dos de ellas, ilegibles en aquel momento: el jeroglífico y el demótico (una grafía simplificada de la misma lengua). Pero la tercera no tenía secretos para los lingüistas, se trataba del griego clásico. Empezaba un juego de gramática comparada. Y para ello, Champollion, que con 18 años ya era profesor en la Universidad de Grenoble, partía con cierta ventaja. Antes de llegar a la pubertad dominaba a la perfección diferentes lenguas, como el latín, el griego, el hebreo, el árabe, el sirio, el caldeo, el sánscrito, el chino… y una determinante en esta historia: el copto, descendiente del egipcio antiguo. Athanasius Kircher, que publicó en 1636 un incon
Piedra de Rosetta. tento fallido de descifrado, ya estableció en su obra la relación entre el copto y la lengua de los faraones. Uno de los rivales de Champollion en la carrera, el británico Thomas Young, trabajó otro importante dato: los cartuchos contenían los nombres de los reyes.
Fue observando un calco de la Piedra de Rosetta durante años cuando el francés dio con una tercera conclusión crucial: comparando el número de palabras del texto griego con la cantidad de signos jeroglíficos, no podía ser que la escritura de los faraones fuera solo ideográfica, es decir, cada signo no podía corresponder solo a una idea, algunos de ellos también debían tener un valor fonético. Y con esta teoría empezó a investigar. El siguiente paso llegó cuando pudo transliterar el nombre del faraón Ptolomeo dentro del cartucho. Y, sobre todo, cuando ese 14 de setiembre, frente a las copias de unas inscripciones del templo de Ramsés II en Abu Simbel, que acababa de