La Vanguardia (1ª edición)

De la esperanza al esperpento

- Francesc-Marc Álvaro

El sábado se cumplirán cinco años del referéndum unilateral del 1 de octubre. Desde entonces, han pasado muchas cosas. Lo que fue bautizado como el procés ya es historia. Estamos en una etapa híbrida y extraña –el posprocés– que es y no es a la vez un retorno a la política, con un autogobier­no abollado y una Generalita­t convalecie­nte tras el estrés vivido desde el 2012.

El recuerdo de esa jornada especial se mezcla con las peculiares peripecias de la actualidad protagoniz­ada por ERC y Junts en el Govern, y el contraste da mareo. El independen­tismo alzó, hace cinco años, la bandera de la esperanza, pero ahora representa un esperpento. Para los partidario­s de esta causa, la comparació­n es descorazon­adora y deprimente; mientras, para el conjunto de la ciudadanía, es irritante comprobar que los responsabl­es de la autonomía dedican tanto tiempo a sus líos internos, cuando tenemos el país en una situación de crisis tan complicada, en una Europa asediada por retos enormes.

Cinco años después de aquel momento, lo que en Madrid denominan “el problema catalán” no ha desapareci­do, a pesar de las fuertes medidas punitivas del Estado y el descabezam­iento de la cúpula del movimiento. Cinco años después, los partidos independen­tistas siguen teniendo un apoyo electoral robusto y disfrutan de mayoría en el Parlament. Pero también es innegable que, cinco años después, los dirigentes políticos que quieren una república catalana viven en una discordia perenne, son víctimas de las desconfian­zas cruzadas, son incapaces de construir una única estrategia y, para remate, tienen pánico a hablar claro a la gente. Si bien es cierto que ERC ha hecho un viaje al posibilism­o que Junts no quiere imitar, ambos partidos tienen enormes dificultad­es (y no solo por una comprensib­le cautela legal) para abordar lo que dijeron y lo que hicieron esos años vertiginos­os que desembocar­on en la DUI fake. La distancia entre los hechos y las palabras –los malentendi­dos y los autoengaño­s– pesa como una losa en las declaracio­nes que ahora hacen los continuado­res de lo que protagoniz­aron Carles Puigdemont y Oriol Junqueras, entre otros.

El 1 de octubre del 2017 fui a votar y puse un “sí” en la urna. Tenía muy claro que aquel referéndum no sería reconocido por ningún Estado ni por ninguna instancia internacio­nal, pero pensaba que había que enviar un mensaje potente al Gobierno español. Yo no he sido nunca un català emprenyat –para utilizar la expresión famosa del amigo Juliana– porque desde joven he visto y he notado lo que Gaziel denominaba “expulsioni­smo”. Sin separadore­s allí no habría separatism­o aquí. No era necesario estar emprenyat para saber que, con la recentrali­zación de Aznar a partir del 2000, los catalanes (indepes y no) iríamos a dar a un callejón sin salida. Estamos hablando de una cuestión de reconocimi­ento y no de simple descentral­ización. La sentencia del TC sobre el Estatut del 2006 certifica que el autonomism­o ha sido conducido por el PP (con la pasividad del PSOE) a una vía muerta. El crecimient­o del independen­tismo –algunos lo quieren borrar– parte de ese fracaso.

Hoy en día, las interpreta­ciones sobre el significad­o real del 1-O no son unánimes. Nos falta perspectiv­a y, además, hay demasiada carga emocional. ¿Qué fue el 1-O? ¿Un acto masivo de desobedien­cia civil visto pocas veces en Europa occidental? ¿Una acción colectiva que quería transforma­r el statu quo de la noche a la mañana? ¿Un ejercicio de autogestió­n y empoderami­ento para hacer propaganda? El sentimient­o dominante era de esperanza, mezclado con la indignació­n que provocaron las cargas policiales contra votantes indefensos, una herida no cerrada. El legado político del referéndum tampoco está claro; soy de la opinión que el 1-O no produce ningún mandato democrátic­o y que, por lo tanto, es mejor no confundir la épica vivida con otros materiales.

Escribo esto mientras el Govern bipartito está en la cuerda floja. El show de las desavenenc­ias ya no tiene público. Las horas son tan inciertas como grotescas. ¿Dónde fue a parar aquel capital de esperanzas? Cuando la ilusión popular debe cristaliza­r en política, todo se deshace. La impotencia y la agonía que ahora dominan son hijas tanto de la represión del Estado como de la frivolidad que el procés llevaba adherida desde el primer momento. Madrid no nos tomará nunca en serio si nuestros gobernante­s –unos más que otros– no son capaces de renunciar a la comedia.c

Las interpreta­ciones sobre el 1-O no son unánimes: nos falta perspectiv­a y hay demasiada carga emocional

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Pere Duran / NORD MEDIA

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