La Vanguardia (1ª edición)

Sonríe, Kipchoge, sonríe

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Si el camarero sonríe, uno se siente en casa: así nos hace sentir ese camarero, o el cajero del súper. O el portero del gimnasio. O la taquillera del cine. O el agente inmobiliar­io que nos intenta colocar un piso.

Lo que cuenta es la actitud. La actitud viene de serie, pero también se trabaja. Conviene trabajarla, pues la buena actitud acostumbra a tener premio.

Con frecuencia, el premio a la buena actitud en el trabajo es una palmadita en la espalda. O un guiño de complicida­d. O una carta de recomendac­ión.

O, a veces, una propina.

(estas son las menos, y menos aún ahora que todo lo pagamos con tarjeta, como nos recordaba ayer la gran Núria Escur, columnista siempre imprescind­ible)

En realidad, la recompensa física es lo de menos: la buena actitud es un premio en sí mismo. Nos ilumina en nuestro interior. Bien gestionada, esa luz acaba brotando hacia el exterior, haciendo del mundo un lugar resplandec­iente, sin duda mejor.

(...)

Dudo de que haya trabajo más intrincado y más doloroso que el del maratonian­o profesiona­l. Piénselo, lector: tras meses de esfuerzo y miles de sufridos kilómetros en sus piernas, el maratonian­o profesiona­l se asoma a la

Bien gestionada, la luz brota hacia el exterior, haciendo del mundo un lugar sin duda mejor

línea de salida y mira a un lado y al otro y se dice:

–Yo soy un gran corredor y estoy loco. Pero estos cincuenta tipos que me rodean (o cien, o doscientos) son tan buenos como yo y están tan locos como yo. Si quiero el dinero, esto va a doler.

Y allí que se lanza, hacia una pasión incierta, ignorando el desenlace y el premio, consciente de que, para acertar en la diana, va a pasar dos horas en el infierno.

En la mayoría de los casos, el maratón premiará la actitud. No solo la actitud en el día de la prueba (que también), sino en la forma de vida. El maratonian­o profesiona­l no se desvía de su camino. Obvia la copa de vino y el croissant. Respeta los ritmos y acaba las tareas del día. Oscila entre la excitación del trote permanente y la modorra de la fatiga permanente. Se obsesiona y se asusta conforme se adentra en su preparació­n. Cada kilómetro que recorre es un regalo y también una losa, pues aquel trabajo no puede ser en vano. No debería ser en vano.

Me pregunto en qué estará pensando Eliud Kipchoge cuando penetra en el muro de los 30 kms, lanzado a 21 km/h, cuando le envuelven el dolor y el vértigo y apenas vislumbra la orilla y se ha levantado el oleaje. Sólo veo que sonríe. Kipchoge sonríe como el camarero o la taquillera que nos iluminan el día.

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