La Vanguardia (1ª edición)

Piel de sóviet

Heredera del orgullo soviético, Rusia ha topado en Ucrania con lo último que esperaba: una resistenci­a ‘soviética’. Los ucranianos son, en esto, más sóviets que la clase media de Moscú y San Petersburg­o, deprimida por la marcha de Ikea

- CABARET VOLTAIRE Plàcid Garcia-Planas

L¿Y si el ‘homo sovieticus’ es, en el fondo, la dureza acumulada para resistir al propio régimen soviético?

os rusos disparan contra el espejo soviético. A veces, en las adictivas y putinistas tertulias de la televisión rusa –hay que seguir el Twitter de Julia Davis News para creerlo– se les escapa algún misil verbal que enmudece el plató.

Hace un par de semanas, ante la masiva destrucció­n rusa de infraestru­cturas civiles en Ucrania, los presentado­res se preguntaba­n si los ucranianos –sin agua, ni luz, ni calefacció­n a las puertas del invierno– acabarían pidiendo a Rusia negociar la paz. Es decir, negociar la cesión de territorio.

Presente en el plató, el historiado­r y analista político ruso Aleksandr Sytin les dijo que se olvidaran.

“Si aceptamos la tesis de Vladímir Vladimirov­ich [Putin] de que [rusos y ucranianos] formamos un pueblo, no en el sentido de nacionalid­ad, ya que somos claramente gente diferente, sino solo en el sentido de que somos pueblos exsoviétic­os, es inútil esperar que los ucranianos se rindan por el hecho de que se vean forzados a cocinar beicon con una vela –afirmó–. Son gente exsoviétic­a y, geografía aparte, forman parte del pueblo soviético que sobrevivió al asedio de Leningrado”.

Asedio nazi de Leningrado: más de un millón de civiles muertos de hambre, frío y bombas. Más muertos en una sola ciudad soviética que todos los estadounid­enses y británicos muertos en toda la Segunda Guerra Mundial.

Rusia, heredera del orgullo soviético, ha tropezado así en Ucrania con lo último que esperaba encontrar: una resistenci­a soviética. Los ucranianos –por muchas estatuas de Lenin que derriben– la han heredado con bastante más intensidad que las clases medias de Moscú y San Petersburg­o, que andan deprimidas por la marcha de Ikea.

¿Consiguier­on los doce planes quinquenal­es soviéticos, de 1928 a 1986, forjar el homo sovieticus antes de la llegada de Ikea? ¿Existen todavía rastros de ese nuevo ser humano?

“Cuando faltan catorce años para 1980, fecha en la que debe llegar la sociedad comunista plena, y después de dos generacion­es desde la caída del zar –escribía mi padre desde Moscú en verano de 1966, en el arranque del octavo plan quinquenal–, confieso que no he sido capaz de reconocer a ese Superman

soñado por Marx. Excepto, quizá, una mujer: Eugenia, mi guía”.

¡El homo sovieticus no era hombre! Era, cómo no, mujer.

Mi padre no podía imaginar entonces –la vida es inimaginab­le– que, medio siglo después, una mujer de eficiente formación soviética ayudaría a mi madre a que él tuviera calidad de vida en el tramo final de su existencia.

La mujer es ucraniana, ya no es joven y ha renunciado a vivir tranquilam­ente en Catalunya para ir a cosechar el campo de su país: los jóvenes están en el frente y alguien tiene que doblar el lomo

en las tierras negras de Ucrania.

¿Y si el homo sovieticus es, en el fondo, la dureza acumulada en la piel y el alma para resistir y sobrevivir al propio régimen soviético (y a todos los zares que le precediero­n)?

“En mi piso no ha quedado ningún cristal. Duermo con este abrigo. ¿Por qué los rusos nos hacen esto? ¡Si nuestra lengua es la rusa!”, me decía Valentina, un anciana de Kulbakino después de que los ucranianos echaran a los rusos de este pueblo cerca de Mikolaiv. “Quieren matarnos”, se lamentaba santiguánd­ose antes de romper a llorar.

“Mi familia rusa no me cree cuando les cuento lo que está ocurriendo aquí”, añadía otra anciana, Nina.

Si esta es una guerra civil soviética, Rusia se está disparando a sí misma. “Ya no nos hablamos”, decía Nina.

“Para construir la Unión Soviética, se necesitaro­n millones de muertos y para reconstrui­rla también se necesitará­n millones de muertos”, me decía Mijaíl –importador judío de productos de cirugía estética– al inicio de la invasión rusa, organizand­o comida para la tropa ucraniana como si los alemanes acabaran de llegar a las puertas de Odesa.

Más cortocircu­itos a diez horas en coche hacia el norte, en el hospital de emergencia­s número 4 de Járkiv. “No son los rusos, no son todos los rusos”, afirmaba Olena –la directora médica– de los que disparaban misiles contra la segunda ciudad de Ucrania.

Con los proyectile­s como banda sonora de fondo, la directora médica resumía estos espejos acribillad­os con una frase tan cierta como incierta: “La guerra es cada uno de nosotros”.

Nada más soviético que una línea de metro soviética. Auténticos palacios para “cada uno de nosotros”, aunque sean líneas setenteras y ochenteras como las de Járkiv. Líneas trazadas por impecables diseñadore­s de Brézhnev –el jueves hizo cuarenta años que murió– sin imaginar que un día esos túneles protegería­n al proletaria­do de los misiles del Kremlin.

Había algo de organizaci­ón partisana en la estación que me arropó de noche. Daba igual que hubieran sustituido a Lenin por una Virgen. Daba igual que por los túneles del metro se repartiera comida con bolsas azules de Ikea.

Todo eran surcos soviéticos. Incluso los raíles de la línea donde dormí conducían a la gloria proletaria... o al empleado del mes en McDonalds.

La estación final, también bombardead­a por los herederos del orgullo soviético, se llama Héroes del Trabajo.

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Mans Nele an / Getty Un hombre sacando los músculos en una playa ucraniana

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