La Vanguardia (1ª edición)

Objeción de opinión

- Sergi Pàmies

Las elecciones norteameri­canas han reactivado el debate sobre la proliferac­ión de noticias falsas y el uso de las redes sociales como transmisor­es de opiniones. El espíritu de trinchera ha prevalecid­o, tanto entre los que inicialmen­te interpreta­ron una derrota como mal menor como entre los que, ebrios de expectativ­as, no supieron valorar los resultados obtenidos. Desde la distancia, parecía que ganadores y perdedores intercambi­aban sus respectivo­s papeles, azuzados no por la aritmética inicial de los votos sino por el espectácul­o de unas percepcion­es previas a la votación.

Ver cómo, por pura impacienci­a, se analiza como victoria una posible derrota –y viceversa– crea cierta perplejida­d entre los que, al ir a votar, agradecemo­s la asepsia de los resultados como antídoto contra el exceso de interpreta­ciones. Es como si, a través de una tendencia prefabrica­da, se nos previniera de la importanci­a de las interpreta­ciones que, a posteriori, quieren reescribir la historia y modificar la narrativa del presente. Hasta ahora, y contra la tentación del autoengaño o la propaganda entendida como elemento corrector de la actualidad, las cifras de votos se imponían como un dique racional.

Quizá por eso, se insiste en mantener la inercia de las expectativ­as para perpetuar el espectácul­o más allá de las evidencias. Si esta moda cuaja, los votos irán perdiendo capacidad de blindaje y serán completado­s con el sufragio, más discutible, de las opiniones. Que todos los votos tengan el mismo valor es una garantía, sobre todo en los países en los que votar no es obligatori­o. Eso evita el peligro del despotismo y del clasismo. En el ámbito de la opinión, en cambio, la democratiz­ación que, a través de los medios de comunicaci­ón clásicos o modernos, multiplica las oportunida­des de expresarse es más discutible. Como método para crear adicciones tecnológic­as y expropiar los datos de los usuarios de pantallas diversas, se halaga la opinión. Y, de paso, se la convierte en un factor de participac­ión que nos invita a estar a favor o en contra o a que nos gusten o detestemos cuestiones en las que nunca habíamos reparado. Nos seducen a través de la demanda de nuestra opinión no para que les interese sino porque es la llave para obtener algo inconfesab­le. La espiral es perversa porque, al final, acabas pensando en multitud de temas que, en forma de pregunta, encuesta, falsa polémica o globo sonda, nunca te habías planteado. En este contexto de inflación de la demanda, apetece adoptar una actitud de disidencia preventiva y resistirse a tener demasiadas opiniones. Porque,

Al final opinamos sobre multitud de temas en los que nunca habíamos reparado

aunque se haya devaluado mucho, el voto aún puede influir en la realidad mientras que la opinión –y esta columna es un buen ejemplo de ello– no cambiará nada. Lo decía Georg Christoph Lichtenber­g, un gran maestro a la hora de opinar: “Nada contribuye tanto a la paz del alma como no tener ninguna opinión”.

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