La Vanguardia (1ª edición)

Pan, techo... y cultura

Culturopol­is lleva a Barcelona el debate internacio­nal sobre los derechos culturales

- Fr ncesc Bombí-Vil sec Barcelona

Hablamos de derechos culturales y nos parece algo reciente, y resulta que hacía tiempo que existían, pero muchos no los veíamos. ¿Recuerdan el Fòrum Universal de las Culturas del 2004 en Barcelona? Sí, allí ya se habló de ellos. Son una cuestión recurrente y al mismo tiempo desconocid­a, y también las sucesivas crisis que afectan al mundo han hecho que su reconocimi­ento se resienta. Por eso, uno de los temas de ayer en Culturopol­is fue la necesidad de instalarlo­s en el centro de la sociedad. La moderadora, Gemma Carbó, directora del Museu de la Vida Rural, reconoce que “son el hermano pobre de los derechos humanos”. Y eso que a partir del 2007, con la declaració­n de Friburgo “hubo un cambio de paradigma” y se pasó de centrarlos en los artistas a basarlos en la ciudadanía.

El filósofo francés Patrice Meyer-Bisch, que ha dirigido durante más de 30 años el Grupo de Friburgo sobre la materia, defendía que para que un derecho sea real y universal hay que poder tener acceso a él, es decir, no podemos hablar de libertad de expresión si no se ofrece a todo el mundo los medios para expresarse. Además, “hay que aceptar que cada ser humano tiene que tener derecho al conocimien­to, porque si no, “cómo podemos hablar de medio ambiente si no lo conocemos?”. Para él, “hablamos del sector cultural como si fuera algo aparte, pero es la base de todo. Un árbol también es cultura”, reivindica, para al mismo tiempo considerar que “el sector cultural es la base de cualquier democracia radical”. Y es que “cuando hablamos del derecho de participar en recursoscu­lturalesde­calidadnec­esitamos la excelencia, también en los políticos”.

Lucina Jiménez, especialis­ta en políticas culturales y desarrollo sostenible y directora del Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura de México, explicó que en su país “los derechos culturales también parecían de segunda categoría”, y costó mucho que tuvieran un peso en la legislació­n,porquetien­enqueserel­centro. Para ella, son primordial­es para reconocer la identidad propia, y que no necesariam­ente tiene que ser estable, porque “hablamos de diversidad­es”. También dijo que “la libertad de expresión incluye la discrepanc­ia”, porque “las políticas culturales pueden ser polémicas, pero el conflicto también es la aceptación de la diferencia”. Jiménez puso un ejemplo concreto, el de los indígenas wixárikas de México, que diseñaron un programa propio de formación en su comunidad que respetara su particular­idad y una tradición que para ellos no es el pasado sino el presente.

La exposición de la práctica vino con el artista y educador Jordi Ferreiro, que empezó explicando la importanci­a que tuvo en su formación la mediateca de la Fundación La Caixa en el Palau Macaya, para poner de manifiesto la necesidad de equipamien­tos abiertos al público. Por eso intenta “replicar los espacios públicos abiertos”, en sus proyectos. Explicó uno, en el cual en vez de llevar a los niños de una escuela a un museo para una visita y volver, coordinaro­n la estancia de una semana entera de la escuela Drassanes en Arts Santa Mònica, donde durante este tiempo desarrolla­ron todas las clases, pero interactua­ndo con aquello que el espacio les ofrecía. Para Ferreiro, coordinado­r de educación y mediación de Manifesta –bienal europea itinerante de artes que celebrará la 15.ª edición el 2024 en Barcelona–, “cuando la cultura se capitaliza­haciaunesp­aciodeocio­yservicios, se pierde el espacio comunitari­o para que la ciudadanía se la haga suya”. La cultura al servicio de la educación.c

En un proyecto, Jordi Ferreiro llevó la escuela Drassanes a Arts Santa Mònica toda una semana

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