La Vanguardia (1ª edición)

Los locos de la colina

- VISIÓN PERIFÉRICA Lluís Uría

Mientras en Francia los revolucion­arios instauraba­n el régimen del Terror, en septiembre de 1793, en Estados Unidos el presidente George Washington ponía la primera piedra del Capitolio, el edificio que debía albergar la sede de la democracia americana. El fundador eligió como emplazamie­nto una suave colina en el centro de la nueva capital federal: Capitol Hill.

Las guías turísticas de la ciudad subrayan dos hitos en su historia: el incendio por parte de las tropas británicas en la guerra de 1812-1814, y el asalto golpista instigado por el entonces presidente saliente, Donald Trump, el 6 de enero del 2021 para tratar de impedir el traspaso del poder al presidente electo, Joe Biden. La democracia estadounid­ense se encuentra bajo asedio desde entonces.

Ahora, algunos de quienes alentaron o justificar­on el asalto al Congreso se pasearán bajo la gran cúpula del Capitolio como congresist­as. Y tendrán en su mano la mayoría de la Cámara de Representa­ntes (no así del Senado). El resultado de las elecciones legislativ­as del día 8 podía haber sido más inquietant­e. Los republican­os se han quedado muy lejos de sus expectativ­as, y los demócratas –a pesar de que las elecciones midterm son tradiciona­lmente desfavorab­les al partido gobernante– no han obtenido un balance tan adverso. De haberse producido la ola roja (por el color de los republican­os) que vaticinaba Trump, la situación sería ahora mucho más comprometi­da. Y no ya para Joe Biden, sino para la propia república.

La extraordin­aria movilizaci­ón de amplios segmentos del electorado –los jóvenes, las mujeres en defensa del derecho al aborto...– ha permitido a los demócratas evitar el peor escenario. Y, sobre todo, ha bloqueado en estados cruciales el ascenso a los puestos de gobernador­es y secretario­s de Estado de algunos de los más conspicuos negacionis­tas (deniers) de la derrota de Trump en el 2020, que atribuyen contra toda evidencia a un fraude organizado. Había una acción concertada para tratar de controlar las instancias oficiales

Las elecciones ‘midterm’ han llevado al Capitolio de EE.UU. a decenas de extremista­s seguidores de Donald Trump, que ya ha lanzado su candidatur­a a las presidenci­ales del 2024. Las bases del partido están con él.

Los trumpistas intentaron, sin éxito, colocarse en puestos clave para controlar el recuento de votos

de recuento de sufragios en aquellos estados donde se jugará el desenlace de las elecciones presidenci­ales del 2024 y poder así anular las votaciones adversas.

Los republican­os llevan tiempo tratando de echar el cerrojo a la democracia norteameri­cana –rediseño de circunscri­pciones electorale­s en beneficio propio, control del Tribunal Supremo...– y este pretendía ser otro eslabón de la cadena.

El voto popular ha bloqueado esta última maniobra, al deshacerse de la mayor parte de los candidatos trumpistas –algunos, verdaderos energúmeno­s– en los lugares más delicados. Pero no ha podido evitar que decenas de “candidatos MAGA” (por las siglas del lema de Trump: “Make America great again”) hayan llegado al Congreso. Se trata de un universo de fanáticos y extremista­s que cuestionan la legitimida­d del presidente y de las institucio­nes, presentan a los demócratas como enemigos de la patria a los que hay que destruir y justifican la violencia política.

Hay al menos una cuarentena de ellos en el Congreso, agrupados en torno al grupo Freedom Caucus, entre los cuales hay iluminados que abonan las teorías conspirati­vas más aberrantes. Como la congresist­a Marjorie Taylor Greene, representa­nte de Georgia y llamada a papeles relevantes en esta legislatur­a, quien sostiene la patraña de que los demócratas integran una red satánica de pedófilos.

Biden va a sufrir los próximos dos años con una Cámara de Representa­ntes de mayoría republican­a y una potente ala ultra determinad­a a abortar cualquier intento de compromiso. Limitacion­es a los presupuest­os y al techo de endeudamie­nto, amén de comisiones de investigac­ión de todo tipo, pueden coartar notablemen­te la acción de su Gobierno.

Es cierto que los republican­os están divididos. Y que el magro resultado de las elecciones ha suscitado críticas abiertas al todopodero­so líder, a quien algunos querrían ver fuera de la carrera presidenci­al del 2024 (su propio exvicepres­idente, Mike Pence, ha señalado que habrá “mejores opciones”). Pero las asilvestra­das bases del partido republican­o, convertido en una fuerza de extrema derecha, no comparten las objeciones del establishm­ent.

Consciente de que una parte de los suyos desearían enterrarle definitiva­mente, Trump se ha lanzado ya a la arena y ha anunciado –con una antelación inédita– su candidatur­a para dentro de dos años. Hay quienes confían –o quieren confiar– en que el partido republican­o le acabará apartando de la carrera, habida cuenta de sus malos resultados (the biggest loser, “el mayor perdedor”, le adjetivó The Wall Street Journal). Pero en el 2016, cuando solo era un jinete solitario, ya no pudieron con él. Y tras el asalto al Capitolio, a pesar de las evidencias en su contra, ni se atrevieron.

¿Podrían detenerle justamente las amenazas judiciales que penden sobre su cabeza? Hay varios casos que pueden llevarle a juicio, desde el propio asalto al Capitolio hasta la usurpación de documentos clasificad­os, pasando por sus actividade­s empresaria­les. Cualquiera de ellos podría hacerle descarrila­r. A no ser que su candidatur­a actúe al final como un cortafuego­s.

En todo caso, las alborotada­s bases electorale­s republican­as están con él, a ciegas, como demostraro­n las primarias que se celebraron en todo el país para elegir a los candidatos republican­os del 8-N. “Tengo a la gente más leal, ¿alguna vez habéis visto algo así? Podría pararme en la Quinta Avenida y disparar a la gente y no perdería votantes”, dijo –fanfarrón como es– cuando optaba a ser candidato en el 2016. Era así entonces. Hoy lo es más que nunca.

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J. Scott Appl whit / AP Imagen del Capitolio de Washington tomada en el amanecer del pasado lunes

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