La Vanguardia (1ª edición)

Mundial en Qatar, refugio de canallas

- John Carlin

Estimado Hasan al Zauadi. Mis respetos. Fue usted el CEO del comité que en el 2010 impulsó la triunfal candidatur­a de Qatar al Mundial que comienza hoy mismo. Desde entonces ha sido usted el máximo responsabl­e de la organizaci­ón del torneo, sin excluir la construcci­ón de siete estadios nuevos. Su título oficial, veo, es secretario general del Comité Supremo para la Entrega y el Legado del Mundial 2022. Repito: mis respetos.

Entiendo que usted estudió derecho en una universida­d inglesa. Le enseñaron bien. Nunca un abogado ejecutó con más éxito una labor de persuasión más complicada. Los rivales que tuvo en el 2010 no eran pan comido: Estados Unidos, Japón, Corea del Sur y Australia. Tuvo en su contra también que el equipo técnico que la FIFA había enviado a evaluar las virtudes de cada uno de esos países determinó que Qatar era el menos apto para celebrar un Mundial de fútbol.

Conozco bien al empleado chileno de la FIFA que dirigió aquel equipo técnico. Harold Mayne-Nicholls me dijo que su misión consistía en puntuar las posibles sedes en función de infraestru­ctura, tradición futbolísti­ca y, entre otras cosas, el clima. Qatar recibió, de lejos, menos puntos que cualquiera de los otros cuatro candidatos. Claramente, según Mayne-Nicholls, ninguno de los miembros del comité ejecutivo de la FIFA que votó a favor de Qatar se tomó la molestia de leer su informe, pese al considerab­le trabajo, tiempo y dinero que le costó a la venerable organizaci­ón encargada de velar por el pasatiempo favorito de la humanidad.

Más bien, como me dijo mi amigo Harold, “se lo pasaron por ya sabes dónde”.

Pero, entiéndame, señor Al Zauadi, menciono todo esto para aplaudir, para celebrar, para monumental­izar su hazaña. Logró la misión imposible más imposible en tierras árabes desde que Moisés, con ayuda divina, dividió el mar Rojo. Convenció a 14 de los 22 miembros del comité ejecutivo de la FIFA de votar a favor de Qatar, teniendo claro ellos en aquel momento que el Mundial se celebraría en junio, cuando las temperatur­as pueden llegar a 50 grados. Después se cambió, claro. Tomando en cuenta, con inusual considerac­ión para el prójimo, la alta posibilida­d de que cantidades de jugadores y aficionado­s se morirían de calor, se hizo una excepción histórica y ahora se celebra en el invierno qatarí: 30 grados, nada más.

Pero no quiero menospreci­ar el valor de lo que usted hizo, señor Al Zauadi, y por eso insisto en resaltar la magnitud de su triunfo. Persuadió a la FIFA de que votara para que se disputaran los 64 partidos del Mundial bajo 50 grados Celsius, suficiente para cocinar unos buenos huevos fritos en las calzadas de Doha, la capital qatarí.

Y después, tras el año de infamia –perdón, de gloria– 2010, fue usted el supervisor jefe de la faraónica misión de construir no solo siete estadios en 12 años, sino también 100 hoteles nuevos. Conozco Doha, que es lo mismo que decir que conozco Qatar, porque no hay espacio para nada más. Con respeto le diría que no es un lugar que va a atraer muchos turistas una vez concluido el Mundial. No es Palma. Competirá con la vecina Dubái, quizá, por el mercado oligarca ruso y el mercado carca de futbolista­s profesiona­les. Pero ni los hoteles nuevos ni los estadios tendrán mucha

Al Zauadi logró la misión imposible más imposible en tierras árabes desde Moisés

Celebrar el Mundial en Qatar es una ofensa contra la inocencia de nosotros, los futboleros de a pie

utilidad futura, lo que hace incluso más meritorio el sacrificio que ha hecho Qatar para alegrar a las multitudes futboleras del mundo.

Y ni hablar, claro, del sacrificio de los obreros de la construcci­ón. Un brindis para ellos, ¿no? Se lo merecen tanto como los esclavos que construyer­on las pirámides de Guiza, especialme­nte los que murieron por la causa, todos ellos trabajador­es extranjero­s, de países pobres como Pakistán, Bangladesh y Nepal. Los 320.000 ciudadanos registrado­s que tiene Qatar, el 12 por ciento de la población, no hacen tareas manuales. Bueno, según vi cuando estuve por allá, no hacen tareas, punto. Usted, señor Al Zauadi, es una notable excepción, pero en general a lo que se dedican es a recorrer las amplias avenidas y los más amplios desiertos en sus Lamborghin­is (me fijé en que el color violeta era especialme­nte habitual en Doha para esta popular marca de coche) y a tomar cafés día y noche en los lobbies de los hoteles de seis estrellas.

Buena suerte para ellos, digo yo. Aunque, si me permite, no la quisiera compartir. Preferiría ser ascensoris­ta en París, como dicen, que rico en Qatar. Nunca vi un lugar más artificial, más desalmado, más moralmente vacío. Me refiero en parte al trato que se da a aquellos de la mayoría de los demás 2.600.000 habitantes de Qatar que hacen los trabajos duros, como lavar y planchar y construir estadios. Lo vi con mis propios ojos en varias ocasiones: a palos como borregos. Sí, literalmen­te.

Por eso fue que, perdóneme, me sorprendió ver que usted considera “racistas” a aquellos que ponen en entredicho cómo exactament­e fue que logró convencer a los ejecutivos de la FIFA que votaran por Qatar en el 2010. Me sorprendió también porque creo, con toda franqueza, que existen motivos legítimos que nada tienen que ver con el racismo para cuestionar la elección de su país como sede mundialist­a.

Para recordarle, lo dijo en una nueva serie documental de Netflix llamada FIFA uncovered y el viernes en un artículo que usted mismo firmó en The Times de Londres. “Es profundame­nte lamentable”, escribió, “que muchos de estos comentario­s [sobre el Mundial de Qatar] se basan en lugares comunes racistas basados en prejuicios contra el mundo árabe”.

Le confieso que me sentí aludido. Mire, me quitaré la máscara y le diré que en mi opinión lo que más se aproxima al racismo aquí es el desprecio que usted y la FIFA han demostrado hacia los miles de millones de aficionado­s del fútbol que disfrutamo­s como niños del deporte y, hasta hoy, nunca más que en un Mundial. Celebrar el Mundial en Qatar es una ofensa contra la inocencia de nosotros, los futboleros de a pie, una especie de abuso infantil.

Quizá cuando usted estudió en la universida­d oyó la célebre frase del escritor inglés del siglo XVIII que dijo que el patriotism­o era “el último refugio de un canalla”. Le propongo que acusar de racismo a la gente con la que uno discrepa es, con demasiada frecuencia, cosa de canallas también.

Que tenga usted un bonito Mundial.c

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Oriol Malet

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