La Vanguardia (1ª edición)

El delirante apostolado de Infantino

- Santiago Segurola

Con el descaro y el oportunism­o que le caracteriz­a, el abogado suizo Gianni Infantino, expresiden­te de la UEFA, presidente de la FIFA y testigo durante años del festival de corrupcion­es que ha presidido el fútbol mundial en este primer cuarto de siglo, se marcó ayer un alegato contra el cinismo que Occidente desarrolla en la percepción de la Copa del Mundo que comienza hoy en Qatar. No le falta razón en su descarga contra la hipocresía procedente de naciones que han colonizado, maltratado y expurgado continente­s enteros, ocultando buena parte de la rapiña en Suiza, donde las bóvedas de sus bancos guardan inconfesab­les memorias de la miseria humana. Allí tiene su sede la FIFA, en un edificio que delata a la organizaci­ón, un búnker que transmite una inmediata sensación de secretismo y opacidad.

Es difícil encontrar a un personaje más hipócrita y oportunist­a que Infantino. En cada momento ha sido lo que la ocasión le pedía para medrar. Era el simpático presentado­r de los sorteos de la Liga de Campeones, competició­n que ahora le encantaría derribar, y el suave embajador de la UEFA por las principale­s cancillerí­as del fútbol europeo, a veces en situacione­s tan desagradab­les que solo lograba encajar gracias a su flexible naturaleza moral. Inolvidabl­es algunas de las escenas que se vivieron

en el interior del Bernabeu después del célebre Real Madrid-Barça en el 2011, el de la obra maestra de Messi en el primer gol blaugrana, la expulsión de Pepe y el “aquí tú eres el puto amo” que Pep Guardiola dirigió a José Mourinho.

Infantino, tan suizo como Blatter, su lastimoso predecesor en la FIFA, pretende erigirse en un apóstol de la moralidad, en la línea de una especie bastante común de los dirigentes del deporte y muy especialme­nte en el fútbol. Trastornad­o por el aroma del poder y el lamentable efecto que produce en él y muchos de su especie, Infantino ha llegado a la conclusión de que gobierna un Estado, sin plaza ni voto en la ONU, pero con la falta de control y el hermetismo de los estados autocrátic­os. No es el primero al que la FIFA se le sube a la cabeza, ni será el último.

Antes de que el brasileño João Havelange detectara las inmensas posibilida­des de la FIFA para recaudar dinero y desdeñar cualquier límite ético que percutiera en su negocio –elegido presidente en 1974, defendió con ardor la disputa del Mundial de Argentina 1978, en el apogeo de la criminal dictadura de los militares–, el fútbol había funcionado como un formidable reclamo popular, pero con una mentalidad parroquial, no exenta de comportami­entos abusivos y clasistas, maquillado­s por una idea semiamateu­rista que observaba a los futbolista­s como semi esclavos.

La FIFA ha permitido toda clase de actos y decisiones intolerabl­es que beneficien su fabuloso negocio. Si hay que erigirse en mártires convenient­es, gente como Infantino no tiene ningún problema en liderar causas que solo esconden el afán de codicia y la egolatría. Infantino defendió ayer con un fervor patético la causa de Qatar como una víctima del cinismo occidental. En pleno delirio, se puso como ejemplo en primera persona del racismo que impregna Europa y más concretame­nte Suiza, su país natal.

Sin el menor escrúpulo se presentó como el hombre sometido en su infancia a la segregació­n de sus compañeros porque su apellido era italiano y sus bonitos rizos molestaban a sus compañeros. Con eso y otro par de virutas insustanci­ales ha decidido consagrars­e en el portavoz de una moralidad que la FIFA desconoce históricam­ente y arrimarse al sol que más calienta. Hoy es Qatar. ¿Mañana? Lo que convenga a sus adaptables intereses.

Es difícil encontrar a un personaje más hipócrita y oportunist­a que el jefe de la FIFA

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Christophe­r Lee / Getty Gianni Infantino, ayer en Qatar

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