La Vanguardia (1ª edición)

El enviado de Dios Dios, el héroe, el

- Toni Segarra

Superman se viste de Superman para demostrarn­os que en ese momento concreto tiene poderes sobrehuman­os y los usa. Esperamos de ese traje, de esa capa, de ese logotipo, algo extraordin­ario.

Leo Messi no se pone el traje de Superman para hacer las cosas que suele hacer Superman. Messi hace cosas sobrehuman­as, extraordin­arias, con el traje y las gafas de Clark Kent.

Y las hace cada día laborable en la oficina. Cada vez que Clark Kent sale de casa. No espera a que el mal amenace al mundo, no espera al momento culminante. Leo Messi hace del asombro una costumbre, casi una rutina.

Esa normalidad de lo imposible, inevitable­mente, le resta valor. No hay heroísmo, no hay drama, no hay conflicto.

Como ocurría con Federer, lo que hace Messi, siendo asombroso, parece fácil.

Debería haber jugado agitando una extraña varita de cedro y lanzando conjuros en una lengua desconocid­a cada vez que inventaba un nuevo elemento de la tabla periódica o percibía una dimensión que nos está vedada. Pero ya es tarde.

Messi es tan normal que ni siquiera parece argentino. Y hace lo que nadie más hace, ni nadie más ha hecho, ni nadie más hará, como sin querer.

Para la publicidad Leo Messi es una anomalía y un enigma. Sus actos le convierten en una representa­ción de la divinidad en la tierra, pero él insiste en no disfrazars­e de superhéroe. Y la publicidad es el arte de lo evidente. Ese traje es lo que lo explica todo. Sin el traje eres apenas un tipo discreto que tiene mucha suerte.

Entonces te giras y ves a Rafa Nadal sufriendo, pero embutido en las mallas del capitán América, y todos le queremos porque es como nosotros, pero mejor. Sufre como nosotros, suda como nosotros, jadea como nosotros. Pero mejor.

Hay una presunción de posible vida extraterre­stre que nos inquieta en Leo. Como si no fuera en realidad uno de los nuestros. Vive una vida tan normal que es sospechosa, porque a pesar de esa normalidad acostumbra a rodear de un misterio impenetrab­le sus intencione­s.

Y luego está Maradona, el Diego, cuando se caigan a pedazos las paredes de esta gran ciudad, cuando no queden en el aire más cenizas de lo que será, que será, Maradó, Maradó. Una figura infinita que proyecta su sombra espesa sobre cualquier incauto que ose desafiarle. Aplastado por la memoria viva de un hombre que quiso ser dios, y lo consiguió, Leo es apenas un dios que quiso ser hombre.

A lo mejor, hasta gana el Mundial y luego pide disculpas.

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