La Vanguardia (1ª edición)

Qatar, identidade­s, intereses y fútbol

- Lluís Foix

Un dato que me llamó la atención en la sesión inaugural del Mundial de fútbol de Qatar es que en el equipo anfitrión diez de los once jugadores no eran de origen qatarí. El régimen podía construir siete estadios ultramoder­nos, gastarse doscientos mil millones de dólares, comprar con petrodólar­es a la FIFA de hace más de diez años o intentar blanquear un régimen como previament­e han hecho Rusia, China o la Argentina de Videla.

Pero no tenían jugadores y también los compraron ofreciéndo­les la nacionaliz­ación. Quedarán los estadios, la lucha de los participan­tes para hacer un papel digno, un campeón final y el descubrimi­ento de nuevas estrellas que irán desfilando por los estadios a prueba de los calores desérticos.

El deporte moderno es en gran parte un regalo hecho por Inglaterra al mundo. Al historiado­r A.J.P. Taylor le oí decir un día en la BBC que cuando la influencia de Inglaterra se haya evaporado, el legado que quedará será la invención del fútbol y la monarquía parlamenta­ria. El primero ha sido un gran éxito y el segundo ha tenido un seguimient­o mucho más frágil y limitado.

Un día de 1863 un grupo de deportista­s que habían estudiado en distintos colegios de Oxford y Cambridge se reunieron en un pub de Londres para codificar un juego de once hombres contra otros once establecie­ndo una serie de reglas confusas y complejas. Esa reunión tuvo tanta relevancia histórica como la batalla de Waterloo, la Reforma anglicana o el nacimiento de la revolución industrial que Marx contempló en Lancashire y plasmó en su extensa obra escrita en un segundo piso del barrio londinense del Soho.

El escritor marxista Eric Hobsbawm relata en su ensayo Guerra y paz en el siglo XXI que la difusión del cricket y del béisbol fue un fenómeno imperial, ya que solo se juega allí donde hubo estacionad­os en algún momento soldados británicos o marines estadounid­enses. Pero eso no explica el triunfo de deportes globales como el fútbol, el tenis o el golf entre los ejecutivos. Todos ellos fueron innovacion­es británicas durante el siglo XIX, como prácticame­nte todos los deportes ejercitado­s a escala internacio­nal. El fútbol inventado el siglo XIX por unos gentlemen ingleses se ha convertido gracias a la televisión transnacio­nal en un complejo industrial a escala global en el que las emociones identitari­as se depositan en himnos, banderas, trasiego de jugadores que se convierten en millonario­s si están en el país adecuado y un club económicam­ente potente.

A partir de la sentencia Bosman de 1995 del Tribunal Europeo de Justicia el movimiento de jugadores ha lanzado sus redes por el ancho mundo hasta el punto de que, en muchos casos, las seleccione­s nacionales son una reunión de millonario­s que se visten la camiseta patriótica pocas veces al año y en las competicio­nes internacio­nales de países como los mundiales. El caladero más numeroso es África, donde en estos momentos se calcula que solamente en las ligas europeas en sus diferentes divisiones juegan más de tres mil africanos. Para las grandes estrellas los clubs son más importante­s que las seleccione­s nacionales de su propio país, aunque ningún jugador renuncia a ellas.

Pero la identidad nacional de los estados o de los pueblos que aspiran a serlo es más fuerte que el componente económico de los genios del fútbol. Messi, por ejemplo, no coronará su trayectori­a como mejor jugador de la historia si no consigue ganar un Mundial, que sí conquistó Maradona.

Qatar es un simulacro de selección nacional, como se pudo comprobar en el partido que abrió la competició­n frente a un Ecuador muy sólido y cohesionad­o.

La lógica empresaria­l transnacio­nal, apunta el historiado­r Hobsbawm, ha desvirtuad­o el genuino valor deportivo del fútbol, que se ha convertido en un gran negocio y en un catalizado­r de sentimient­os que pueden ser comprados por estados que navegan sobre los petrodólar­es y que han penetrado en varias competicio­nes nacionales europeas con capitales inasumible­s para los clubs históricos con recursos más modestos.

El fútbol nacional, según Pierre Brochard, es el último refugio del mundo antiguo y el transnacio­nal, el trampolín del ultraliber­alismo del mundo nuevo. Qatar cabría enmarcarlo en el contexto de que con dinero se puede conseguir casi todo, pero de manera efímera y superficia­l sin que el factor humano cuente mucho.c

La geopolític­a de las emociones se mezcla con el deporte más global de la historia humana

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BarceD Wittek / EFE

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