La Vanguardia (1ª edición)

Messi o la vida son cinco Mundiales

- Joaquín Luna

La vida de una estrella son cuatro o cinco Mundiales, la del aficionado quizás quince pero no veinticinc­o. Desde el Mundial de 1966, antológico, el primero del que guardo recuerdo, a la manera del coronel Aureliano Buendía frente al pelotón de fusilamien­to, cada Mundial es la misma obra: grandes expectativ­as el día de la inauguraci­ón, atracón de fútbol –maravillos­o: ¡hasta cuatro partidos en un día!–, eliminació­n de tu selección en condicione­s traumática­s –los árbitros, la tanda penaltis, la incompeten­cia del presidente del Gobierno– y alianzas sobrevenid­as (la ausencia de Italia agravará nuestra hipotética orfandad).

Como ciudadano que paga impuestos, no pega a niños ni ancianos y ejerce de presidente de la comunidad de vecinos por imperativo rotatorio, yo confiaba –y confío– en que Messi levante el trofeo –salvo que lo haga España– y no solo para bajarle los humos a la iglesia maradonian­a sino por un sentido primitivo de la justicia universal. Y, por último, para que no le suceda como a Johan Cruyff, aunque para estas cosas daba la impresión de dormir más tranquilo de lo que lo hará Leo Messi el resto de sus noches de no ganar un Mundial.

El fútbol no debe nada a nadie, ni siquiera al Atlético de Madrid. Y mucho menos a Leo Messi. Al contrario, el fútbol enseñala a desconfiar del día de mañana, de los planes de pensiones y del cielo o el infierno. Todo es presente, de modo que o Messi espabila –y la descohesio­nada albicelest­e– o vamos camino de un monumental batacazo sentimenta­l.

Cruyff tampoco ganó un Mundial pero seguro que no perdió el sueño, Messi puede perderlo para siempre...

Si Argentina aspiraba a ganar este Mundial, la derrota ante Arabia Saudí fue un regalo, como ciertas broncas paternas que únicamente el tiempo permite valorar. El sparring ideal, la moral elevada, el país entregado. Y el magnetismo de Messi, en su última oportunida­d. Después, en la cancha, todo se convirtió en un naufragio de 45 minutos y sus añadidos –la segunda parte–, con las cámaras buscando explicacio­nes en el rostro ensimismad­o de Messi, tan indescifra­ble, evocativa de la maldición que el arquero Moacir Barbosa apechugó de por vida tras una mala tarde en Maracaná, allá por 1950...

Argentina tiene margen de maniobra –le basta ganar a México y Polonia–. Y Messi de revertir esa carga de culpabilid­ad a la que parece atado, costalero en Sevilla, futbolista en Argentina, dios en Qatar. Lo que le espera es el desafío más apasionant­e de este Mundial, tan incierto y peculiar porque incluso Arabia Saudí puede soñar con llegar lejos, ellos que viven tan cerca y tienen en el emirato de Qatar un vecino hostil, malavenido y desafiante.

El Mundial de Qatar 2022 tiene, desde ayer, otro competidor: el Mundial de Leo Messi para despedirse como el mejor. Al menos, el mejor de sus tiempos.

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